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jueves, octubre 22, 2009

LAS HORAS MUERTAS: Esteban Ureña

Bugudoviya12 by Shapovalov


Continuando con la intención de hacer un repaso de la narrativa costarricense más nueva, les presentamos ahora a Esteban Ureña. Viejo amigo y co-escritor nuestro. "Co-escritor" es para quien lleva este blog aquel tipo de colega y amigo con quien y al lado de quien siempre ha escrito. Otros co-escritores nuestros serían Mauricio Molina, Giorgos Katsavavakis, y más recientemente, Juan Murillo. Queda esto dicho en virtud de hacer patente nuestro homenaje a la institución del taller y a la idea del intercambio y coloquio amical en el proceso creativo.

Va pues este homenaje a todos los amigos del que fue "Taller Literario Eunice Odio".

Esteban Ureña (Foto de Diego Mora)

Esteban Ureña (San José, 1971). Publicó Bestiario de amor (poesía, Editorial Costa Rica, 2004). Ex miembro del taller literario Eunice Odio (1989-1993) y de Octubre Alfil 4 (1994-1995). Editor de libros de texto y corrector de estilo free lance. Realizó una carrera en filología y lingüística y una maestría en literatura (ambas en la Universidad de Costa Rica). Actualmente se forma en psicoanálisis en Argentina y es miembro de Apertura Sociedad Psicoanalítica de Buenos Aires.

Las horas muertas

Ese día, papá tenía la máscara. Lo recuerdo bien. Él con la máscara, andaba por la casa, para mí las horas muertas. Ese tiempo se parecía a este; por eso me acuerdo. Alberto quiso que nos viniéramos a pasar aquí las vacaciones, y ahora tengo esa sensación de que detrás de alguno de los árboles del patio, de un mango de tronco grueso, andará papá escondido con la máscara puesta. Entonces me quedo inmóvil, en alguna de estas sillas del verano; la cabeza quietita, sin torcerla; o si estoy en la cocina busco algún trasto que lavar sin alzar mucho la mirada por la ventana, porque desde ahí se ven los árboles del jardín.

Así son las horas muertas: se instalan de un momento a otro y luego ya no se sabe cuándo van a terminar. Alberto tiene una amante. No estoy diciendo que tuvo un affaire o algo así, me refiero a una fija, una que regresa, una que ocupa sus minutos y tal vez su corazón (aunque eso es más difícil), alguien que usa para llamarlo, para mirarlo, para inflarlo y ponerlo con la cabeza lustrosa, como me gusta.

Esas cosas se saben; así me enteré. No puedo explicarlo. Nada más las horas muertas, después de mucho tiempo, cuando creía que ya no iba a haber más yigüirros volando dentro de la casa, no más plumas tostadas en mi sabor de boca; mi sabor de boca de todos los días, esa cosa pastosa que te espera siempre en la saliva sin que te des cuenta (algo astringente, fierro, mancha, esas cosas), que te delata más que el iris o la palma.

Y ahora estamos en esta casa, en este pueblo extraviado en el camino del mar a la montaña, lo que se llama en ninguna parte,
Alberto-solícito-servicial-atento,
Alberto-compañero-psicólogo-mujer,
Alberto-triste-tierno-desamparado, pero la verdad es Alberto y yo con un cinturón de asteroides en medio de los dos, que nos despedazan la carne si intentamos cruzarlo.

Cierto, hubo avisos. Él me contó cuando tuvo un affaire, ese sí, algo de una semana y listo. Un affaire y un cliché: una secretaria. Secretaria de otro, porque él no tiene. Me lo contó muy asustado, pero yo le veía el placer en la cara; creo que por esa mezcla extraña no me importó mucho, porque era algo nuevo en él, y para mí un descubrimiento. Hasta me gustó, me sentía más cerca del hombre al que amaba por compartir un pequeño secreto como ese, casi como una pequeña perversión (no el polvo, sino el relato). Creo que nunca entendió mis razones.

Pero después, con el paso de algunos días, me encontré algo inesperado también en mí. El tiempo empezó a transcurrir distinto. Ahora todos los minutos empezaban a acomodarse como en una misma pila de ladrillos, como cuando los ponen a secar al sol, uno a uno, una pila dividiendo ese affaire y el siguiente, el evento y su repetición. Solo se trataba de esperar a que la pila creciera lo suficiente, a que la brecha se llenara, para comenzar con la próxima.

Antes de eso, el tiempo había sido más lineal. Teníamos ladrillos pero se desparramaban de manera más libre ―sin saber muy bien qué estábamos formando, es cierto― y también más hermosa, imaginate un jardín inglés de piedras de barro. En cambio las pilas ordenadas, ordenando mi tiempo de esa forma inédita, empezaban a formar otra cosa, un edificio temible, de líneas rectas, de proyecciones regulares, con la dureza de un banco o de un búnker.

Al principio, traté de ignorar las señales. Me dije, fue solo una vez; parecía algo importante; esa mezcla de placer y miedo. Nunca pensé, por ejemplo, si era algo importante para mí. Y cuando lo hice, ya era demasiado tarde. No sé cuántas veces más pasó, a decir verdad. Dejamos de hablar poco a poco, como un fresco renacentista que se deteriora durante centurias, pero da la impresión de haber amanecido ilegible de un día para otro, el rostro hermoso de una mujer envejecida.

Un día me di cuenta de que no ya no era una aventura, empecé a ver cierta expresión repetida en su rostro, una entonación que delataba la persistencia de algo. O más bien de alguien. No me preocupó tanto quién; fue la persistencia.

No sé si pasó entonces o venía pasando desde antes, pero eran las horas muertas. No sé tampoco por qué lo relaciono con papá, cuando se ponía la máscara, especialmente ese día. O es el tiempo mismo el único lugar donde hay una relación. Las pilas de tiempo. Los ladrillos imitándose unos a otros.

En esta quinta todo está inmóvil. En el mar, las olas dan por lo menos la sensación del movimiento, aunque sea en ciclos casi iguales unos a los otros, y sobre todo, el horizonte de agua es la idea misma de lo sin límites... El apeiron de Anaximandro subiendo en una ola y revolcándose con el otro apeiron helado de Newton dos mil años después en un solo suspiro, las posibilidades todas revueltas en el agua salada mientras tu cuerpo sube y baja, sube y baja en el agua tibia.

En cambio, aquí, el sol es nada más la lámpara que un pintor mueve de lugar tres veces al día para iluminar desde otro ángulo un modelo idéntico a sí mismo, inmóvil. Así me siento en esta silla de plástico algo costroso, esas manchas van a continuar en mi piel casi igual de blanca, pero la silla no es biodegradable; y yo sí.

Alberto me saluda desde la ventana de la cocina, se ve feliz, para él estas supuestas vacaciones son una especie de reconciliación para ninguna pelea, el religamiento de votos nunca rotos, el aseguramiento de la calidad del amor ISO 9002 para el cual su empresa se ha sometido a los más rigurosos entrenamientos con capacitadores extranjeros durante semanas, durante las cuales apenas si lo he visto llegar un día de la semana antes de las diez.

Ahora viene con un par de tragos en la mano, el pintor pensó que esa mujer en la silla se veía muy sola y necesitaba a la par un niño a quien no escuchara ni deseara, o bien un trago en la mano. Se decidió por el trago. Y aquí viene Alberto. Diez años después todavía no he logrado decirle que odio el daiquirí casi tanto como amo el mojito. Esas frescas hojas verdes. Bien cargado.

En momentos así entiendo que una civilización quiera alimentar al sol de la sangre de sus enemigos para eliminarle esa sensación de monotonía. Es decir, cambiar por lo menos al pintor por un director de cine, así pasaría algo en mi vida, de preferencia bien guapo, siempre y cuando no sea de la Nueva Ola Francesa, porque si no es mejor ver la película entera en View Master.

Él pudo haber sido mi director de cine. Es guapo, o al menos yo desarrollé la capacidad de verlo guapísimo, en la certeza de cada comentario, en la fluidez de cada movimiento, en la sensualidad de cada caricia, como si en cada trozo de piel reposara toda mi capacidad de sentir. A veces, objetivamente reconozco un lente de aumento con su nombre, y lo uso para todo. Pero así siento yo, así me gusta sentir, y sería demasiado alto el precio de cambiar amor por anestesia.

El lente cae también sobre las tristezas, claro está. Sobre mi estómago, así esté lleno de mariposas o sea un frasco de gotas amargas. Recuerdo la gata de mi tía Eduviges, la panza de la gata ese día. Estaba muerta, pero la panza todavía se movía con pasadas lentas de vez en cuando, me sorprendió, recordé los insectos en el laboratorio del colegio cuando los hacíamos saltar con corrientes eléctricas. Entonces me di cuenta de la razón de los movimientos: estaba recién muerta, pero también embarazada, y los gatitos se movían por debajo de la pelambre. Así siento mi panza en esos momentos: muerta, pero preñada de otra cosa; con esperanza, pero sin ningún futuro.

El pintor añade un todoterreno trepando por la ladera (le pareció más cool que un yip subiendo el cerro). Ahí se queda gran rato, le da tiempo de trazar bien sobre el lienzo las bolitas del humo gris del diesel, la sensación de lejanía, la imposibilidad de auxiliarlo si algo le pasara aunque seríamos testigos de todo.

Es mi cuñado: familia completa, hijos y todo, una señora y un señor con permanente disfraz de papás: la felicidad misma reseca en la civilización. La constelación se completa con su llegada. Pero el pintor no sabe cómo me siento; solo me mira quieta en mi silla, levantándome para saludar, sin posibilidad o más bien sin ganas de contar las intenciones reales de Alberto, ni siquiera de discutirlo con él por la noche para brindar un espectáculo entonces sí completamente familiar, con gritos apagados de discusión en el fondo de la casa mientras los papás con su disfraz de papás tratan de dormir a los niños, con su disfraz de niños, para protegerlos. Pero ni siquiera eso pasa. No tengo nada que discutir con él.

Alberto viene de nuevo hacia la piscina, ahora trae no dos, sino cuatro tragos y dos cocas, yo le sonrío por primera vez y estoy feliz, él lo nota y sonríe como si el Niño le hubiera traído un regalo una vez más. De repente yo sonrío. Sí, sonrío, agradada, como si me hubieran contado un chiste que sin embargo ya no recuerdo. Nadie sabe por qué y en realidad ellos no lo notan. El pintor registra mi sonrisa y no la entiende. Yo pienso en ese momento que ya tomé mi decisión. No sé por qué; no sé cuál decisión.

Ahora entiendo la intención del pintor: quiere la inmovilidad de su modelo, pero también la sufre. Es él quien no tiene esperanza y la alimenta con tubos de acrílico. No sé cómo pero tomé mi decisión: la vida no tiene que ser así por fuerza.

Quizás por eso he vuelto a pensar en ese día, he podido recrear lo ocurrido ese día, papá con la máscara. Me perseguía por toda la casa, nunca antes lo había hecho. Sentía pánico, como si por primera vez deseara que papá nunca se quitara la máscara, como si por primera vez no supiera qué había debajo. Me escondí debajo de una pila de afuera, que casi nunca se usaba, entre un montón de herramientas herrumbradas. Sentía los trozos de metal desprendiéndose debajo y junto a mí, por todas partes, manchándome el vestido y rasguñándome porque yo me había metido ahí a la fuerza, desplazando un machete viejo, una jaula de gallos abandonada, un rollo de alambre.

Yo me sentía con el alambre herrumbrado metido en el pecho, y si me movía podía herirme las paredes desde adentro. Por eso trataba de estarme quieta, de resistir el dolor, de no pensar en las manchas de cobre en el vestido.

Así estuve mucho rato. No sé cuánto la verdad. Tal vez horas, tal vez unos pocos minutos, ya no lo puedo decir. Hasta que él me encontró, yo estaba a punto de desmayarme. No quería que se quitara la máscara, no me podía mover pero él me sacó de mi agujero.

Me parece que yo tenía razón en decir que ese día se había comportado distinto de siempre que venía con la máscara puesta. Había algo raro, de hecho al quitársela no estaba segura de si era él, veía borroso con los ojos lacrimosos y llenos de sudor. La memoria es un mal nombre para todo esto. El alambre contra el pecho, los gallos de la jaula, es todo lo que tengo, son como esos ocres durmiendo en el fondo de la caverna de Blombos, que ahora salen y nos llaman, y a veces pienso que ese rostro no era de papá, sino de tío Elías. Que era él quien ese día andaba con la máscara, o quizás, no lo sé, que fue él quien después dejó mi cuerpo desmadejado entre las sábanas, tibio, con los ojos abiertos, como un gatito recién atropellado.

10 comentarios:

Germán Hernández dijo...

Hay un sabor herrumbroso, es la tonalidad de todo el relato, y uno se siente como parte del lienzo, como alguien que acaba de sentarse y arrima la silla para escuchar en silencio...

Luego todo viene en caida libre e inercial, se narra lo que nos pasa, y no lo que hacemos, hay una derrota a priori, un fatalismo, sin hacer a nadie responsable...

Gracias Alex, y hermosa alegría la mía de recordar las 3 o 4 veces que como una especie de intruso compartí con los compañeros y compañeras del "Eunice" en sus brutales tertulias...

Y grata sorpresa la de visitar a nuestro querido Esteban, esta vez como narrador.

Guillermo Barquero dijo...

Hay acá una historia sencilla, un eje que se puede trazar claramente (los amores difíciles, el tema de un tercero, un intruso) pero, imbricada con ella, está la textura del cuento, la acumulación de detalles (ojo con la belleza producida al unir lo contemporáneo con referencias clásicas; el lenguaje cotidiano con el atemporal) y la creación del cuento con cada trazo de un lienzo que amenaza con caerse de tan grueso ese, digamos, impasto.
Diferente de lo que se suele leer; unas cuantas muestras más no le caerían mal a nadie...

Anónimo dijo...

Hay un tono y un estilo cortazariano, sobre todo en los primeros párrafos. Ya luego va dejando un sabor más particular, gracias a un buen manejo del lenguaje, como bien señala Sentenciero.

Quizá no termina de convencerme del todo (asunto meramente personal), pero se nota la calidad de escritor de Esteban, y para mí, comprueba la tesis de que un buen poeta podrá ser siempre un buen narrador. Y no dudo de que el procastinador por exelencia, como bien apunta Álex, tendrá otras sorpresas por ahí.

El detalle (central) que me parece más acertado es el manejo del tema de la máscara, como metáfora de los recuerdos encubiertos.

Saludos.

Luis Chaves dijo...

"En cambio, aquí, el sol es nada más la lámpara que un pintor mueve de lugar tres veces al día para iluminar desde otro ángulo un modelo idéntico a sí mismo, inmóvil."

Relatos pequeños dentro de un relato grande. Me gustó mucho.

FRANK RUFFINO dijo...

Excelente narración de Esteban y muy buena selección de Alexánder.

Los invito a leer en mi humilde blog el poema "La mariposa eléctrica"...

Alexánder Obando dijo...

Amigos:

En realidad no hay mucho que agregar a lo ya dicho por ustedes, pero sí creo ver un claro nexo epocal, de "zeitgeist", o al menos generacional. Tanto los textos de Memo, como Juan, Esteban y Guega se caracterizan todos por ser imbricados, tanto en lo temático como en lo formal, y sobre todo, por una preferencia por ambientes o situaciones oscuras, lúbubres y muy a menudo también grotescas. ¿Será esto una suerte de "gótico tico"? Digo, ¿en oposición al "gótico peluche" de Sagot y afines? Solo el tiempo lo dirá, pero ya hay claras muestras de una ánima epocal o generacional. Al menos yo la siento con relativa claridad.

César dijo...

Para ser honesto, no tengo palabras para describir cuánto me gustó este escrito, tiene razón Germán, tiene un sabor, es como si uno estuviera viendo una foto en sepia de uno mismo. Alex, sabes que me gusta la sensorialidad en un escrito y aquí encontré algo de eso, me hizo sentir. Qué bueno por Esteban, que buen talento.

Gustavo Adolfo Chaves dijo...

Un cuento de lamentos, a juzgar por los tres primeros comentarios: "Hay... Hay... Hay..."

"En cambio", diría Tetrabrik, yo no sé si 'hay' algo en este relato que se contenga a sí mismo. Cierta fluidez oceánica toca las orillas de todo lo que el relato nombra y lo transforma con una paciencia de ostra. En ese sentido, es un texto muy estebanureñiano.

Oscuro y gótico, tal vez. Pero la fuerza evocadora que lleva este relato me atrapó desde las primeras líneas. Una evocación de algo no vivido pero de alguna manera cercano. Algo -para citar al que mejor lo dijo - para lo que "(l)a memoria es un mal nombre."

Gracias por traficar con gente así, Álex.

Anónimo dijo...

Prometo, por mi madrecita querida, que nunca más empezaré un comentario con "hay". O en todo caso, mejor comentar de último. Mis disculpas, Tavo.

Alexánder Obando dijo...

Estoy muy contento de poder divulgar a mis colegas escritores por este medio. La impresión que me queda es que nos conocemos unos a otros más o menos bien, pero no conocemos lo que cada uno está haciendo. Este blog, pues, está a la orden para ventilar todos los trapos limpios de su trabajo, amigos, y también los trapos sucios. Pero en especial, quiero que sea una ventana a nuestra narrativa actual. Gracias a todos ustedes por cooperar con sus textos y sus comentarios, "Dios y la Patria os lo agradecerán". Ay, perdón, no se puede... Dios se está debatiendo entre la vida y la muerte en nuestro congreso (ojalá lo anestesien de por vida) y la Patria continúa secuestrada en la casa presidencial.

César y G. A. Chaves: Gracias por sus comentarios. Definitivamente el texto de Ureña se las trae.

Asterión:
No te preocupés. Ese "hayismo" es la prueba de lo profundamente estática que es la narrativa de Ureña, una virtud en estos tiempos de ubicuidad.