Instigado por la curiosidad y porque mi oficio es la literatura, conseguí prestada de un amigo la novela que este año fue galardonada con el Premio Aquileo J. Echeverría del Ministerio de Cultura.
LA REBELIÓN DE LAS AVISPAS es un entramado de poco más de ciento setenta páginas divididas en 50 “pantallas” y una “coda”. El autor, con pasmosa y grosera inmodestia, delira sobre su criatura de la siguiente forma: “Se trata de una novela muy moderna y ambiciosa. Quizás la primera novela interactiva en la región. Está compuesta de un cierto modo fractal, es decir con pedazos similares que convergen, y la estructura la ideé pensando en un espectador de cine que entra a ver una misma película muchas veces en tiempos distintos, de tal modo que debe reconstruirla en su memoria para tener una idea completa”. Pues bien, ya lo ha dicho el señor Morales: estamos ante una novela “muy moderna” y “ambiciosa”. Por muy moderna habría que pensar en algo creado bajo el cobijo de las tendencias estéticas más recientes, y por ambiciosa habría que traer a mente algo claramente monumental al estilo PARADISO o TERRA NOSTRA. Sin embargo, una vez leídas las mencionadas pantallitas y la coda, el trabajo no resulta ser más moderno que algo escrito en los 60 o 70 en nuestro ámbito. Por muy moderno se entenderían ―quizás aun hoy― LOS JUEGOS FURTIVOS (1968) de Chase, DIARIO DE UNA MULTITUD (1974) de Naranjo o ENCENDIENDO UN CIGARRILLO CON LA PUNTA DE OTRO (1985) de Cortés. Pero al recurso onírico y el trato en segunda persona del primer ejemplo, a la fragmentación en multitud de voces del segundo y a la reiteración temática casi obsesivamente palimpséstica del tercer ejemplo, Morales nos opone una narración donde se retrata la vida de una universidad privada a través de la obra y milagros de varios de sus empleados, todo esto en el tono más convencional y caricaturesco que se acostumbra en nuetras salas de teatro. Cada “pantalla” es una suerte de mini-biografía o la exposición sobre alguna oficina, elemento o dependencia de dicha universidad. Es decir, cada breve capítulo es sobre algún elemento o persona del claustro en mención, sin agregarle a eso ninguna novedad formal o temática. Entonces, ¿dónde nos queda lo “muy moderno” y lo “ambicioso” del conjunto? ¿Dónde lo inusitado y exhaustivo? Lamentablemente, parece que dichos factores no lograron salir de la pluma del autor como sí salieron con facilidad las palabras de su boca. Y ante esto solo nos quedan dos posibilidades: o Morales no está diciendo la verdad o simplemente está sumido en un mundo donde la realidad tiene un alcance muy limitado.
Otro factor mencionado por el modesto novelista es el tratamiento “fractal” de su obra. Fractal significa algo de forma irregular cuyos componentes mínimos reflejan la forma del conjunto. Habría que suponer entonces que cada “pantalla” es un modelo en chico de toda la novela. Empero, esto tampoco se da. Cada capítulo es un fragmento, ciertamente, pero no un espejo del conjunto. Si eso fuera cierto, la novela sería una diatriba contra el matrimonio gay, puesto que de eso ―y solo de eso― trata la penúltima pantalla, por ejemplo. Suponemos entonces que por “fractal” don Carlos quiso decir “fragmentaria” o desde ángulos diferentes. Pero si de eso se trata, entonces LA GUERRA Y LA PAZ de Tolstoi ya lo logró hace ciento cuarenta años, y con resultados bastante más brillantes, agregaríamos por decir poco.
El delirio moralesiano continúa afirmando que es la primera novela “interactiva” en la región. Entendemos por interactivo aquello que sugiere o solicita la intervención activa del lector para “completar” el texto o su significado. Y por región asumimos que alude a Centroamérica, pues no nos atrevemos a suponer que el periodista pretende compararse con la gran novelística mexicana o del Caribe. Pero de nuevo somos llamados a error por la realidad de esta obra. La novela no necesita ni más ni menos esfuerzo que el que se necesita para leer una “cadena de chistes sexistas” u otra parafernalia oficinesca con la que muchos burócratas suelen llenar sus horas de tedio. Y por cierto, el periodista Morales también insinuó en una de estas peregrinas entrevistas que su obra necesitaba de la concurrencia de un lector culto debido a una serie de intertextos incluidos en la novela. Una vez hecha la lectura y el escrutinio de dichos intertextos resultan ser alusiones a tramas de los humoristas argentinos Les Luthiers, comediantes, que como es sabido en nuestro mundillo, son muy caros a los ojos de Morales.
Por último, cabría hacer una sucinta pero oportuna mención del contenido de la obra. Básicamente podemos reducirlo a tres o cuatro postulados centrales y unos cuantos más en condición ancilar. Esquematizados serían así:
1. Las lesbianas no son mujeres. Son otra cosa.
2. Las mujeres que asumen posturas feministas devienen en lesbianas.
3. Las feministas no quieren igualdad de derechos. Quieren castrar al hombre y convertirse en las nuevas regentes de nuestra sociedad.
4. Donde concurren las feministas lesbianas hay corrupción, mediocridad y eventualmente hasta caos.
La novela, en sus menos de 200 páginas, se las arregla para ofender, humillar y desacreditar con todo medio posible a la mujer que no está sujeta a ser botín del macho dominante, y al macho que por ser homosexual no compite con el macho dominante por las preseas de la tribu. Hay además, a modo de argumentación aneja, algunas páginas dedicadas a atacar las libertades civiles de las personas GLBT como lo serían el matrimonio y el derecho a no tener que esconder su orientación sexual en público. Y todo esto se revuelve con una dosis desacertada de prejuicios (como la perversión de menores, según Morales consustancial a la condición homosexual) y un lenguaje que hace un vano intento por manejar un registro más o menos variado de idiolectos. Pero esta empresa también fracasa al no contar don Carlos con el oído privilegiado de un escritor como Rodolfo Arias. Efectivamente, los “pachuquismos” y giros coloquiales en la novela de Morales no llegan a sonar ni ingeniosos ni naturales, menos aún al tener que lidiar con un narrador engomado y conservador que todavía escribe (en un contexto costarricense) “halar” por no escribir “jalar”.
En resumen, como escritor y como costarricense solo le puedo dar al escritor Morales Castro (¡vaya conjunción de apellidos!) el crédito que merece la ironía de su novela, pues pretendiendo fustigar el sexismo y la “mediocridad esperpéntica” (tal como indica en la contratapa del libro) Carlos Morales ha creado una novela burda y ofensiva, pero por sobre todo, esperpénticamente mediocre.