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domingo, marzo 29, 2009

PURCELL, KUBRICK Y LA PRINCESA DIANA

Sinus Roris, del artista costarricense Marco Chía

El capítulo 10 de El más violento paraíso se llama Sinus Roris. En él una mujer, Krys, se masturba lentamente mientras ve en la televisión los funerales de la princesa Diana de Gales. Hice acompañar este evento con música de quien es para mí el músico inglés más grande de su época, Henry Purcell.

Al morir la reina María II de Inglaterra, en 1694, Purcell compuso una serie de marchas y cantos religiosos para sus ritos fúnebres, conjunto que hoy conocemos tautológiamente como Música para los Funerales de la Reina María. Es una obra escalofriante y muy oscura, pero cargada de fuerza natural.

En 1971, Stanley Kubrick usó la versión de sintetizador del(a) compositor(a) Walter Carlos (Wendy Carlos) como tema central de su nueva película. Así, la marcha inicial de Purcell pasó a ser conocida por muchos cinéfilos como la música de La naranja mecánica.

Una versión muy fiel y muy bien grabada de la marcha inicial aparece aquí:



Y para aquellos nostálgicos o más “modern-minded” (vaya paradoja) aquí pueden ver un homenaje a la cinta aludida y la música de Purcell/Carlos, aunque vuelta a medio arreglar por terceros. Sin embargo, el impacto es el mismo:



Alguien ha dicho que la mitad del poder de La naranja mecánica es la música que Kubrick le escogió. Quizás tenga razón.

miércoles, marzo 25, 2009

LA PRIMERA DROGA HA SIDO LA MEJOR

Cuando cumplí los ocho años, empecé a ver la vida un poco distinto. Ya sabía que mi madre guardaba un secreto debajo de su gran cama “queen size”. Ya la había encontrado un par de veces, hincada o de cuclillas, revisando un tesoro escondido que se apuraba a guardar tan pronto escuchaba que alguien venía.

La vida en nuestra casa no era muy distinta todos los sábados. Durante el día mi madre y mi tía se dedicaban a limpiar la casa y a cocinar para la concurrencia que siempre nos acompañaba el sábado por la noche. Alrededor de las seis empezaban a llegar los refugiados culturales del Ecuador, Nicaragua, México o la misma Costa Rica. Estas gentes bebían, comían, bailaban y cantaban con nosotros los sones y las melodías de sus tierras hasta bien avanzada la noche cuando, más tranquilos o cansados por la velada, se sentaban a contar historias o a cantar boleros de nostalgia y amor.

Y el domingo, todos a la playa o a los parques públicos de la gran ciudad. El pic-nic con huevo duro y hot dog ya eran de rigor. Y de nuevo la música: guaraches, boleros, sones, merengues, lo que fuera para espantar la soledad.

Así pasaban los días y los años, hasta que una tarde de lunes, cuando yo no iba al colegio porque me preparaban para irme a Costa Rica, decidí por fin descubrir el secreto de mi madre. Me hinqué junto a su cama provisto de escoba y de linterna y a los pocos segundos pude sacar parte de su tesoro. Eran discos. Discos de pasta muy vieja y muy dura con títulos ilegibles, en lenguas extrañas e impronunciables que, sin embargo, estaban grabadas en color oro con caligrafías de la más extraordinaria belleza. Discos extraños y pesados aquellos que parecían venir de otra dimensión. Cogí, entonces, varios de ellos y los llevé a la consola de la sala. Puse el primero que tomé y me senté a escuchar.

Aún hoy me es muy difícil decir en palabras lo que sentí al escuchar aquello. Era tan dulce… tan triste… tan lleno de hermosura que me quedé temblando en medio de la sala. No tenía aún los quince años, pero mi madre ya me había hablado de esto en otros momentos, especialmente cuando íbamos de compras. Yo le preguntaba por la extraña música que sonaba en los parlantes del PETER PAN, nuestro supermercado de barrio. “Es música clásica”, decía ella poniendo unas lechugas en el carrito. Luego se detenía y me dirigía una mirada amable, casi de misterio… “Este es un vals; se llama Sangre vienesa”. Con ese extraño nombre de “sangre vienesa” yo salía a la calle empujando el carrito, mientras el vals en la mente me iba empujando a mí.

Con el tiempo supe que mi madre escondía su pequeña afición por miedo a ser ridiculizada. Mi tía y sus amistades iban por otro lado y no te aceptaban nada más “clásico” que un pasodoble. Así pues, Chaicovski, Strauss o Chopin eran tema estrictamente tabú. Y mi pobre madre, dos veces más sola que ellos por sus pequeñas pasiones, escondía a los maestros debajo de su cama.

Ahora quiero contarles qué fue lo que escuché esa tarde bella y extraña. Se trata de una aria de la ópera Sadko de Rimski-Korsakov. Casi nadie la conoce de nombre pero muchos la recuerdan tan pronto oyen sus primeras notas. Corresponde a la época orientalista de la música rusa, algo que en algún momento ha parecido una moda pero no es así. El exotismo oriental en el arte ruso es tan natural como el vodka.

La pieza se llama “Canción de la India” y es aquí interpretada por uno de los grandes tenores no comerciales del S. XX, Jussi Björling, muerto en 1960. (Lamentablemente, por alguna razón, no podemos subir el video directamente a esta página). La dirección es esta:

http://www.youtube.com/watch?v=-1S1iHcnYFY

Y para aquellos de ustedes alérgicos a la ópera, he aquí una versión más ligera con acompañamiento visual:

http://www.youtube.com/watch?v=SKlj5RHm07k

No les puedo pedir el mismo asombro que tuvo un niño al escuchar esto por primera vez, pero sí les digo que no dejo de sentir nostalgia y tristeza cuando la escucho. Y ésta, amigos, es la razón por la que no fui músico: la naturaleza de este arte me resulta en extremo sagrada.

sábado, marzo 21, 2009

LOS CABALLOS DE AQUILES


Cuando vieron que habían matado a Patroclo,
a él, tan bravo, tan joven y fuerte,
los caballos de Aquiles lloraron.
La obra de la muerte indignaba a esas bestias inmortales.

Alzando sus cabezas, sacudiendo sus crines,
golpeando el suelo con sus patas
lloraban a Patroclo, a quien sentían sin alma,
aniquilado, vil cadáver, fantasma que emprende el vuelo,
indefenso, sin soplo, abandonada su vida
para entrar en la inmensa Nada.

Zeus vio las lágrimas de sus divinos caballos
y se llenó de piedad:

—¡En las bodas de Peleo —dijo—
no hubiera debido daros
con tal imprudencia a miserables mortales,
juguetes del azar!
Vosotros, a quienes ni la muerte
ni la vejez aguardan,
las calamidades de los hombres os aplastan:
esas criaturas fugaces
os han mezclado en sus infortunios.

Y las dos nobles bestias seguían llorando
la universal miseria de la muerte.


-- Konstandinos Kavafis --

sábado, marzo 14, 2009

PLAYO, PUTO Y ARTISTA

Autorretrato a los 25

Hacia finales de los años 50, una mujer de Boston Massachusetts, prostituta y drogadicta, fue asaltada y violada por Albert DeSalvo, un psicópata que más tarde se haría famoso como El Estrangulador de Boston, asesino múltiple de mujeres.

Así contaba Mark Morrisroe, nacido en 1959, el desafortunado y único encuentro de que alguna vez tuvieran sus padres.

Lo de la madre prostituta y drogadicta es cierto, como también el hacho de que el mismo Mark se dedicó a la profesión de su madre una vez llegado a la adolescencia. Pero lo de Albert DeSalvo, el misterioso psicópata, no se ha podido probar. De hecho hasta la identidad de DeSalvo (muerto en prisión en 1973) como el verdadero Estrangulador de Boston ha sido puesta en duda por diversos expertos en criminología.

Morrisroe, dedicado a las drogas y a la prostitución en sus años de colegio, tuvo encuentros difíciles con algunos de sus clientes. Uno de ellos, presumiblemente insatisfecho del negocio, le disparó al chico una bala en el pecho. Este pequeño obsequio de metal lo acompañó por el resto de sus días insertado en el tórax.

Trabajando a los 17

Mark se apasionó después por el oficio de fotógrafo y pasó el resto de su corta vida acompañado de una cámara Kodak Polaroid 95 y una ración ilimitada de rollos; esto último cortesía de un ejecutivo de la Kodak que vio en el joven gran potencial artístico.

Efectivamente, Morrisroe llegó a convertir la foto instantánea Polaroid de Kodak en un instrumento de rango estético. Agregó granulados y esfumatos especiales a su trabajo, junto con la curiosa costumbre de llenar los bordes blancos de la foto con una serie de diseños y escrituras muy sui géneris. También acostumbraba retocar los defectos de las fotos con tratamientos que no cubrían el defecto sino que lo integraban espontáneamente en el conjunto de la foto.


Dos rayos X de su pecho con el regalito adentro


Este joven artista creó lo que hoy se llama el fotodiario; una suerte de diario fotográfico de su propia vida y cotidianidad. Las imágenes de Morrisroe están llenas de sí mismo, sus amantes, sus amigos, sus colegas fotógrafos y su entorno inmediato. Es una suerte de espontaneidad cotidiana que necesita de una gran candidez, ya que la más mínima afectación daría al traste con el resultado final.

Mark eventualmente se vio obligado a usar un bastón y caminar un tanto encorvado, postura que le hacía perder el equilibrio y caer con mucha frecuencia. Esto se debía a que la bala en el pecho entorpecía su capacidad de respirar normalmente.


Abrazo, 1983


A mediados de los años 80 Morrisroe contrajo sida. A partir de ese momento siguió documentando detalladamente el avance de la enfermedad en su propio cuerpo por medio del fotodiario. No se reservó nada ni se dio a sí mismo cuartel. Para sus últimos días las fotos eran las de un cadáver resecado, algo muy distinto al bello prostituto que había sido en la adolescencia.

La comunidad gay estadounidense lo reclama hoy como icono de la cultura “queer”, es decir, la cultura homosexual militante, mientras otros segmentos de la sociedad lo llaman, dada su violenta disposición y su manera extravagante de vestir, el primer “punk” de Nueva Inglaterra.

Morrisroe murió en Nueva York en 1989.


Sin título, 1985

domingo, marzo 08, 2009

ODIO, MEDIOCRIDAD Y ESPERPENTO


Instigado por la curiosidad y porque mi oficio es la literatura, conseguí prestada de un amigo la novela que este año fue galardonada con el Premio Aquileo J. Echeverría del Ministerio de Cultura.

LA REBELIÓN DE LAS AVISPAS es un entramado de poco más de ciento setenta páginas divididas en 50 “pantallas” y una “coda”. El autor, con pasmosa y grosera inmodestia, delira sobre su criatura de la siguiente forma: “Se trata de una novela muy moderna y ambiciosa. Quizás la primera novela interactiva en la región. Está compuesta de un cierto modo fractal, es decir con pedazos similares que convergen, y la estructura la ideé pensando en un espectador de cine que entra a ver una misma película muchas veces en tiempos distintos, de tal modo que debe reconstruirla en su memoria para tener una idea completa”. Pues bien, ya lo ha dicho el señor Morales: estamos ante una novela “muy moderna” y “ambiciosa”. Por muy moderna habría que pensar en algo creado bajo el cobijo de las tendencias estéticas más recientes, y por ambiciosa habría que traer a mente algo claramente monumental al estilo PARADISO o TERRA NOSTRA. Sin embargo, una vez leídas las mencionadas pantallitas y la coda, el trabajo no resulta ser más moderno que algo escrito en los 60 o 70 en nuestro ámbito. Por muy moderno se entenderían ―quizás aun hoy― LOS JUEGOS FURTIVOS (1968) de Chase, DIARIO DE UNA MULTITUD (1974) de Naranjo o ENCENDIENDO UN CIGARRILLO CON LA PUNTA DE OTRO (1985) de Cortés. Pero al recurso onírico y el trato en segunda persona del primer ejemplo, a la fragmentación en multitud de voces del segundo y a la reiteración temática casi obsesivamente palimpséstica del tercer ejemplo, Morales nos opone una narración donde se retrata la vida de una universidad privada a través de la obra y milagros de varios de sus empleados, todo esto en el tono más convencional y caricaturesco que se acostumbra en nuetras salas de teatro. Cada “pantalla” es una suerte de mini-biografía o la exposición sobre alguna oficina, elemento o dependencia de dicha universidad. Es decir, cada breve capítulo es sobre algún elemento o persona del claustro en mención, sin agregarle a eso ninguna novedad formal o temática. Entonces, ¿dónde nos queda lo “muy moderno” y lo “ambicioso” del conjunto? ¿Dónde lo inusitado y exhaustivo? Lamentablemente, parece que dichos factores no lograron salir de la pluma del autor como sí salieron con facilidad las palabras de su boca. Y ante esto solo nos quedan dos posibilidades: o Morales no está diciendo la verdad o simplemente está sumido en un mundo donde la realidad tiene un alcance muy limitado.

Otro factor mencionado por el modesto novelista es el tratamiento “fractal” de su obra. Fractal significa algo de forma irregular cuyos componentes mínimos reflejan la forma del conjunto. Habría que suponer entonces que cada “pantalla” es un modelo en chico de toda la novela. Empero, esto tampoco se da. Cada capítulo es un fragmento, ciertamente, pero no un espejo del conjunto. Si eso fuera cierto, la novela sería una diatriba contra el matrimonio gay, puesto que de eso ―y solo de eso― trata la penúltima pantalla, por ejemplo. Suponemos entonces que por “fractal” don Carlos quiso decir “fragmentaria” o desde ángulos diferentes. Pero si de eso se trata, entonces LA GUERRA Y LA PAZ de Tolstoi ya lo logró hace ciento cuarenta años, y con resultados bastante más brillantes, agregaríamos por decir poco.

El delirio moralesiano continúa afirmando que es la primera novela “interactiva” en la región. Entendemos por interactivo aquello que sugiere o solicita la intervención activa del lector para “completar” el texto o su significado. Y por región asumimos que alude a Centroamérica, pues no nos atrevemos a suponer que el periodista pretende compararse con la gran novelística mexicana o del Caribe. Pero de nuevo somos llamados a error por la realidad de esta obra. La novela no necesita ni más ni menos esfuerzo que el que se necesita para leer una “cadena de chistes sexistas” u otra parafernalia oficinesca con la que muchos burócratas suelen llenar sus horas de tedio. Y por cierto, el periodista Morales también insinuó en una de estas peregrinas entrevistas que su obra necesitaba de la concurrencia de un lector culto debido a una serie de intertextos incluidos en la novela. Una vez hecha la lectura y el escrutinio de dichos intertextos resultan ser alusiones a tramas de los humoristas argentinos Les Luthiers, comediantes, que como es sabido en nuestro mundillo, son muy caros a los ojos de Morales.

Por último, cabría hacer una sucinta pero oportuna mención del contenido de la obra. Básicamente podemos reducirlo a tres o cuatro postulados centrales y unos cuantos más en condición ancilar. Esquematizados serían así:

1. Las lesbianas no son mujeres. Son otra cosa.

2. Las mujeres que asumen posturas feministas devienen en lesbianas.

3. Las feministas no quieren igualdad de derechos. Quieren castrar al hombre y convertirse en las nuevas regentes de nuestra sociedad.

4. Donde concurren las feministas lesbianas hay corrupción, mediocridad y eventualmente hasta caos.

La novela, en sus menos de 200 páginas, se las arregla para ofender, humillar y desacreditar con todo medio posible a la mujer que no está sujeta a ser botín del macho dominante, y al macho que por ser homosexual no compite con el macho dominante por las preseas de la tribu. Hay además, a modo de argumentación aneja, algunas páginas dedicadas a atacar las libertades civiles de las personas GLBT como lo serían el matrimonio y el derecho a no tener que esconder su orientación sexual en público. Y todo esto se revuelve con una dosis desacertada de prejuicios (como la perversión de menores, según Morales consustancial a la condición homosexual) y un lenguaje que hace un vano intento por manejar un registro más o menos variado de idiolectos. Pero esta empresa también fracasa al no contar don Carlos con el oído privilegiado de un escritor como Rodolfo Arias. Efectivamente, los “pachuquismos” y giros coloquiales en la novela de Morales no llegan a sonar ni ingeniosos ni naturales, menos aún al tener que lidiar con un narrador engomado y conservador que todavía escribe (en un contexto costarricense) “halar” por no escribir “jalar”.

En resumen, como escritor y como costarricense solo le puedo dar al escritor Morales Castro (¡vaya conjunción de apellidos!) el crédito que merece la ironía de su novela, pues pretendiendo fustigar el sexismo y la “mediocridad esperpéntica” (tal como indica en la contratapa del libro) Carlos Morales ha creado una novela burda y ofensiva, pero por sobre todo, esperpénticamente mediocre.