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martes, abril 22, 2014

LA EDAD DEL HIELO

                                                                        Ghosts of the Midwinter Fires

                                                                                         Agalloch
 

El sueño en las nieves no es tan claro como se piensa. Las partes del cuerpo que se van congelando no te avisan que ya no están con vos. Y la textura del suelo es lo mismo una fría cama que un pozo profundo o una alfombra mágica surcando el Himalaya. Tratás de hacer ángeles de nieve pero sabés que ya no tendrán ni túnica ni alas y mucho menos un asomo de halo sobre la cabeza. No sé por qué pienso en ángeles cuando debería estar pensando en demonios, en pequeños duendes hechos de fuego y luz que danzan alegremente por mi entorno. Me tienen en su fogata de ácido lisérgico porque los siento con las puntas de los dedos que ya no siento... o sí siento y me queman ciertas partes donde el frío invernal ya va tomando a mis carnes con suave y lento ascenso desde los abismos.

            ¿Cuántas horas tengo de estar aquí? ¿Cuántos días de auto enmorfinamiento psíquico que me ha llevado a sentir esta acera como mi propia acera? La luz y el dintel de mi casa todavía se ven desde este ángulo de frigorífica vigilia. Pasan algunos rostros por encima, por debajo y por los lados, pero sigo sin reconocer a alguno. Y es que también me hablan, me dicen cosas extrañas en lenguas incomprensibles que no se escuchaban sobre la faz de la tierra desde hacía miles de años. Pasan también las luces de sus delirios, los azules eléctricos como serpentinas en el aire y los amarillos fueguinos como llamas y fantasmas en rededor mío. Y por fin un cambio: veo que se aproxima una masa blanca. Una caja de hielo que hace mucha bulla y los sistemas de inmediato desarrollan tentáculos de sonidos, susurros, canciones y gritos de incontables bocas a la vez, un insufrible galope sonoro de miles de almas tratando de explicarse todo al mismo tiempo:

            —No sé... no lo conozco...

            —...tiene horas de estar ahí...

            —¿...de quién es hijo...?

            —¿Dónde vive...?

            —¿Tiene identificación...?

            —Más suero y otra manta...

            —¡...más campo, por favor!

            Y el gran mundo de preguntas, susurros y órdenes poco a poco deviene en una tenue marea de voces sin discurso... algo como el sonido del mar en la madrugada... o como los sueños de aquellos que ven multitudes brillar en sus párpados. No logro entender qué dicen y mucho menos quiénes son. Solo se oye el lento ronroneo de las voces, las luces que pasan como si bajáramos a una mina a muchos kilómetros por debajo de la tierra; un lugar fétido que huele a alcohol, excrementos y antiséptico de yodo. Siguen pasando las luces, los niveles, los pisos, hasta que llegamos al sancta sanctorum de la negritud y solo veo matices de verde, pequeños ojos parpadeantes de diversos colores, luces semiestroboscópicas y psicodelias que me recorren y me revisan todo el cuerpo. Creo que me han desnudado. Siento más frío que nunca y no puedo aclarar la vista ni ningún otro sentido para saber mejor lo que me pasa, o lo que les pasa a esta serie de tentáculos verdes y esponjosos que levantan tijeras, espejillos, y termómetros por doquier. Siento un dolor agudísimo en un brazo y empiezo a decirles de todo lo que se me pueda ocurrir en cada lenguaje posible. No importa que solo sepa uno porque ahora soy multilingüe; me elevo de la camilla hacia el cielo, los veo temerosos esconderse unos detrás de otros, y ahí mismo los increpo, los maldigo y los condeno por toda la eternidad. Luego, al fin, caigo pesadamente sobre la camilla, rumbo no sé hacia dónde.

 

* * *

 

Tres semanas en el hospital. Eso es lo que me dicen. Pero ya no quiero recordar lo que es una semana y casi tampoco puedo imaginarme lo que es el mismo hospital. Vivo respirando tranquilo cuando hay luz diurna y mejor aún cuando no la hay. Prefiero la oscuridad porque en medio de ella no me hablan ni tampoco tratan de crear un puente de comunicación invasora hacia partes de mí que no quieren saber nada de ellos. En cambio, en el día, sí lo hacen con gran acecho. Hombres y mujeres entran y salen de donde estoy. Algunos lloran sobre mi cuerpo y otros solo sonríen, me tocan un poco y de inmediato se van. Pienso en Alex y en Ginebra, dos nombres que recuerdo entre prados, en las montañas de mi país. Pienso en Alex y Ginebra y estoy casi seguro de conocer a alguien con esos nombres y con ciertos rasgos que no puedo aun esbozar con las manos. “Alex y Ginebra”, me digo, casi siempre tratando de recordar voces, rostros... o algún gesto...

            Dicen que ya me alimento un poco mejor y que tal vez pronto me podría ir de aquí. Yo les sigo la corriente para que no me importunen con preguntas que no sé contestar y con insinuaciones que tampoco sé interpretar. A veces me como lo que me traen y a veces no. Comer no es importante. Lo importante es recordar y yo solo recuerdo la nieve, el frío entumecimiento y los miles y miles de colores que se desataron alrededor mío. No recuerdo nada más, solo los colores y el frío, como un ballet psicodélico en la nieve. Colores eléctricos como el azul y el púrpura; renos, sí, tal vez renos bufando en la tundra, creando grandes bocanadas de vapor al respirar en el frío. Renos que mean sobre la nieve y la riegan hasta que toma un color menta iluminado. “Sorbetos del cielo”, creo que les dicen algunos. Copos que hay que juntar y dejar derretir para poder bebérselos. Yo creo que soy un hombre de las cavernas y veo cómo los renos comen de aquel hongo de la locura que después los hará bufar, encabritarse y orinar verde sobre la nieve; esperamos a que el reno se tranquilice un poco y vamos con lo que se pueda a recoger el sorbeto. Se le pone miel, se bebe y podés empezar a conversar con los caribúes. Conversar con los ancestros y con los dioses, si hay un poco de suerte. En esas estaba yo, conversando con mi dios tutelar, que también es un reno perdido en los bosques del norte, cuando llegaron los rostros y las luces.

            —Ya vienen por vos, —me dice el reno junto al que estoy pastando. Le digo que ambos nos quedemos todo lo quietitos que podamos para que no nos vean y para que pasen de cerca y crean que no somos más que un par de montículos de heno, de esos que se arrollan lentamente sobre las ramas bajas de los árboles.

            —No creo que parezcás una pila de heno —me dice el bicho—. Mucho menos yo, que tengo cornamenta de macho en celo y además estoy completamente drogado.

            Yo miro a mi alrededor y veo que dos hombres de blanco vienen hacia nosotros. Uno de ellos atraviesa al reno como si solo fuera una nube de humo con cuernos muy largos. El otro se acerca hasta donde estoy yo y me toma de un brazo. El primero también me toma del otro brazo y así me conducen a través de la llanura.

            —Ya es hora de tu medicina, muchacho. Vamos a la oficina porque esta mañana te escurriste de la fila de los medicamentos. Pero esta vez yo mismo te los bajaré por el gaznate aunque tenga que meter el brazo en tu garganta —me dice el más grandote y feo de los dos, o el más grandote y atemorizador, porque el otro me tiene fuertemente agarrado del brazo pero no me maltrata ni intenta intimidarme como sí lo hace el grandote. Entramos entonces al hospital, me llevan al dispensario y ahí, con la asistencia de una enfermera, me hacen tragar cuatro asquerosas pastillas azules. Y ya estoy a punto de decirle al grandote lo gran hijueputa que él me parece, cuando de repente caigo en los brazos del otro enfermero. Estoy completamente débil... y a los pocos segundos, me quedo dormido.

 

* * *

 

Otra vez vuelvo a conversar a la par del reno. Le cuento lo que me hicieron en el hospital y el imbécil cuadrúpedo se empieza a reír. Sí, a reírse de mí, de mis infortunios, y de repente, como si me estuviera leyendo el pensamiento, me aclara:

            —No me estoy riendo de vos, sino de nosotros; ¿o de verdad creés que un reno puede hablar?

            Buena pregunta, que de momento no me siento muy inclinado a responder. Lo miro de reojo y veo cómo se me queda viendo. Pareciera que el reno cree que soy estúpido. Luego me vuelve a hablar:

            —Sabés que todo esto se tiene que terminar, ¿verdad? No es posible que vivás del agente psicoactivo que creés encontrar en mi orina.

            Trato de interrumpirlo para aclararle que no hay ningún engaño. Ellos, los caribúes, comen un tipo de baya que los humanos no podemos consumir... es venenosa... pero los riñones del bicho parecen filtrar o neutralizar el veneno convirtiendo al famoso reno o caribú en una verdadera farmacia psicodélica a cuatro patas. Esto es lo que trato de aclararle, pero el gran animal no me deja hablar...  

            —Sabés que somos los únicos mamíferos que podemos ver la luz infrarroja —me advierte—. Y por eso te digo que las cosas van a cambiar pronto.
            Y de repente se encabrita, pega unos extraños bufidos, se calma y luego vuelve a orinar. El pozo mentol eléctrico que se forma en el suelo es como un conglomerado de confites de menta salidos de la nada. Me abalanzo sobre el suelo y con la lengua empiezo a chupar el alucinógeno. Mucho de él todavía tibio y líquido, empieza a bajar por mi garganta como un delicioso consomé de la taiga.

            —No tenés arreglo —me dice el caribú—, mientras se va camino al bosque a buscar más bayas de las que lo hacen drogarse y orinar verde.

 

* * *

 

El hombre me mira con bondad paterna mientras se limpia los anteojos con un papelito especial que ha extraído de un frasco. Echa su silla un poco para atrás y mira los lentes. Confiado en que ya están limpios, se los pone, echa el papelito a un basurero debajo de su escritorio y me dice:

            —Ya sabe usted por qué está aquí, ¿verdad? Un muchacho tan joven e inteligente no puede pasarse la vida consumiendo ácido y agrediendo a la gente.

            Como respuesta solo pienso dos cosas: 1. el ácido no es adictivo ni daña el cerebro; y 2. ellos se lo tenían merecido por escupirme como si fuera una basura. Pero no abro la boca, me quedo tan callado como el reno cuando se aburre de mí.

            —Ahora —continúa el hombre—, ¿qué va a hacer usted con su vida? —A lo que sí le respondo bien rápido:

            —Con mi vida ya hice lo que tenía que hacer. La pregunta es más bien, ¿qué va hacer usted con mi vida?

            —El hombre, loquero en jefe, de seguro, se me queda viendo con algo en el extremo del rabillo del ojo parecido a la displicencia, y luego agrega:

            —A partir de hoy estará usted aquí por el lapso de seis meses, según órdenes de la corte, para evaluación psiquiátrica y dictaminar, al término de dicho período, si usted es capaz de vivir una vida independiente sin perjudicar a otros o a su misma persona.

             Con eso cierra el expediente y da por terminada la entrevista.

 

* * *

 

Estoy haciendo fila en la ventanilla del dispensario. Las paredes se ven lustrosas debido a la capa de hielo que se ha ido formando sobre ellas. Igual las estalactitas que penden de la tubería y de las jambas en el techo. Y ni qué hablar del piso lleno de nieve, frío y peligrosamente resbaloso; pero nadie parece notar esto. Me abrigo con la suéter reglamentaria, pero eso no parece detener el frío que me entra como un batallón de agujas congeladas por todo el cuerpo. Me sobo las manos y vuelvo a ver para atrás. Una fila de pobres diablos todos esperando lo mismo, tomarse el amansalocos para que desaparezca el frío; aunque ellos, es cierto, no se cubren con nada caliente en particular ni parecen ser sensibles a la baja temperatura que nos asola. Un puñado de zombis es lo que son. Indiferentes al clima, a la glaciación que poco a poco se ha ido apoderando de la tierra y que ya no deja que nada brote ni crezca como alimento para los animales y los seres humanos. Si este frío sigue así, nos vamos a morir todos muy pronto. Y a pesar de eso, siempre tengo un recurso de consuelo: la orina de los renos, que calienta tanto por dentro y hace desaparecer, sino el frío, al menos la incomodidad y el dolor que el frío produce. Mi fila hacia la ventanilla sigue avanzando como un ciempiés moribundo. Lento y carcomido por los elementos, como un viejo tronco rodeado de serpientes adormecidas, como una montaña de momias bajo la lluvia invernal. La mujer de la ventanilla recita mi nombre de manera automática y eficiente. Revisa la etiqueta que tengo arrollada a la muñeca y me pasa un vasito con cuatro de las azules. Me da otro vasito de agua y ahí mismo, frente a ella, debo tomarme el medicamento. Lo hago y luego le abro la boca para que me revise por dentro. Satisfecha, me da una boleta para el desayuno y llama al siguiente en la fila.

            Por un momento pienso acercarme al televisor, pero no hay programas bonitos como los de la National Geographic. Nada sobre delfines o animales de la taiga. Solo las alertas sobre la nube que baja desde el norte. Así que continúo hasta la zona del desayuno y trato de comer algo. Pan y queso. Pan y huevo o pan y salchichón. ¡Vaya, qué menú! Y café para todos. Escojo pan y huevo y una jarra de café medio agua chacha pero bien caliente. ¡Otro día en el paraíso de los psicotrópicos legales!... ...¡Estúpido reno; ya hasta estoy empezando a hablar como él!

 

* * *

 

De nuevo estoy haciendo ángeles de nieve en el suelo, pero algo me interrumpe. ¡Viene un trineo! Me enderezo y me quedo mirándolo como un alelado. Es muy hermoso, lleno de decoraciones laponas y cubierto de pieles finas. Lo jalan dos renos de gran tamaño. Ninguno es mi amigo el orinón, pero de todas maneras me alegro de ver más renos por aquí. Y adentro viene ni más ni menos que el médico que me entrevistó el otro día. Un viejo con cara muy agria y que porta una maletita de cuero fino. Se le nota a la distancia que es un burgués, alguien que casi nunca siente frío. Pero también se bajan otros dos tipos, médicos también, creo, pero sin el porte o la maletita del primero. Me vuelven a ver con algo de indiferencia y luego continúan hacia el edificio.

            Después de que han entrado, yo me acerco a los renos. Los saludo de manera respetuosa, como se debe dirigir uno a los machos alfa tan arriba en la escala; pero me vuelven a ver con cierto desdén, no por mi condición de humano insignificante, sino por la de ellos. Dos excepcionales y bellos ejemplares de su especie que, sin embargo, están amarrados a un trineo obedeciendo las leyes de los hombres.

            —¡Salud, grandes hermanos!”...

            Ni siquiera vuelven a ver hacía mí.

            —¿Habrán podido comer bayas verdes hoy?

            Y por fin uno parece interesarse un poco.

            —Nosotros no comemos bayas —me dice—. No podemos deshacernos de estos arneses y rondar libremente por el bosque.

            Y claro, comprendo de inmediato que hablo con dos prisioneros. Dos grandes criaturas que a pesar de su tamaño y fuerza no conocen la libertad que por derecho propio les corresponde. Me dan lástima y trato de actuar más naturalmente, como si no viera el encierro físico y mental en que se encuentran.

            —Pero si querés saber algo interesante —me dice de repente el otro—, sabete que nosotros conocemos mucho de la vida de esos necios. Siempre hablan frente a nosotros como si nadie los pudiera escuchar.

            —Así es —continúa el primero—, y si de verdad te importa saber algo, entonces seguilos y escuchalos, porque tarde o temprano hablarán.

            Yo me siento indeciso y trato de cambiarles el tema, pero ambos renos, mitad imponiendo su opinión con razones y mitad blandiendo elegantemente sus grandes astas, terminan por convencerme de que espíe al jefe médico y sus dos colegas. Según dicen los señores caribúes, algo bien importante se nos viene encima.

 

* * *

 

Tres días de juegos en la nieve y me vuelven a arrestar. Al menos así le llamo yo al hecho de que me lleven para adentro a la fuerza y me metan las famosas pastillitas azules por cada hueco que tengo en el cuerpo. Planeo durante varias horas por el Cañón del Colorado (versión índigo y púrpura violeta) mientras algunos amigos saludan desde abajo. Son los trips, o los drips... o los friks... no sé. Su nombre siempre me ha resultado un problema. Recuerdo la vocal pero nunca me acuerdo de las consonantes. Entonces los crigs me hacen señas para que baje hasta el valle y converse con ellos. Mi aerodinamismo de flaco me permite planear y caer a pocos pies de distancia con toda suavidad. Me sacudo un poco, como si fuera una gran ave de rapiña, y saludo a los amigos.

            —Nos vamos definitivamente, —me dice un trip amarillo y alto—. Ya se viene el fin y no podemos ayudarlos más.

            —¿El fin? —pregunto, medio tonto—; ¿cuál fin?

            —El fin de esta especie —me contesta otro drip—, de ustedes los humanos —aclara mientras lleva un par de pesadas maletas a lo que parece un platillo volador.

            —Nos vamos todos —termina de decirme echando las maletas en un cargador que de inmediato las sube hasta perderse dentro del platillo.

            —¿Pero no era que ustedes estaban aquí en una misión secreta para ayudarle a los humanos? —sigo preguntando, casi anonadado.

            —Sip, pero el acuerdo ya se acabó. Nuestro compromiso era estar aquí y meter el hombro mientras hubiera condiciones de vida. Pero con el flujo piroclástico que se viene, ya nada sobrevivirá...

            Luego me ve por unos momentos y agrega:

            —Lo siento mucho... No podemos hacer nada.

            Decido hacerme útil y ayudo a los frigs a meter las maletas en sus naves. Algunas son tan pequeñas como un vocho, pero otras son del tamaño de un zepelín, aunque, claro, con la forma de platillo que es común a todas sus naves de vuelo interespacial. Muchos han sido amigos míos, así que las despedidas son muy sentidas y llenas de mocos azules (en el caso de ellos) y mocos transparentes (en el caso mío). Los chiquillos crigs son especialmente sensibles y lloran a moco azul tendido. Los veo luego partir y noto como el viento que produce el escape de cada una de sus naves me está secando su propia mucosidad en todo el cuerpo. Extiendo bien los brazos y las piernas porque una vez que esté seco seré un planeador perfecto, con la moqueada ya seca convirtiéndome en un papalote azul. Después de que las naves friks han partido, vuelo por el valle del Río Colorado como el más experto de los grandes cóndores. Un placer que me dura varios días.

 

* * *

 

Una tarde llena de voces y gritos, pero nada que venga de afuera. Es de adentro, del hospital. Salgo a los pasillos y los encuentro vacíos. Nada de enfermeras, ni conserjes, ni doctores humillando a otros conserjes; todo, todo vacío. Camino lentamente por el pasillo que lleva a la sala de estar y no veo a nadie. La tele encendida es el único ruido que lo domina todo. Gente corriendo con sus maletas, como los brigs, hacia sus autos o hacia las terminales de autobús. Gritos de gente desesperada que se mezcla con el de las sirenas de las ambulancias y los bomberos. Parece haber caos total en las vías públicas mientras reporteros aquí y allá gesticulan y pasan tomas de tsunamis y explosiones volcánicas. Pero algo pasa en la tele, o más bien, algo le pasa al sonido de la tele, porque el volumen va bajando poquito a poco hasta que ya no se oye. Los gritos articulados en el vacío como cuadros de Munch siguen por doquier, pero ya no se escuchan. Solo el suave arrullo de algo como masticar y masticar, como un eco articulado por todo el inmenso salón. Vuelvo a ver de medio lado y descubro a mi reno en el centro de la sala. Todos los muebles han desaparecido. Solo el reno en el centro y una maceta con las bayas alucinógenas de las que el bicho sigue comiendo con toda tranquilidad. Pero al fin me vuelve a ver y levanta un poco la cabeza.

            —¿Te diste cuenta? —me interroga con los ojos.

            Yo le devuelvo la mirada intensa tratando de igualar su nivel de telepatía.

            —¿Darme cuenta de qué? —le pregunto como si me hablara de una nadería. Luego miro hacia los grandes ventanales del jardín y la zona de recreo, y me doy cuenta de que todo el paisaje está cubierto por una gruesa capa de nieve. Ya no está nevando, pero parece que hubo una o dos buenas tormentas durante los días en que estuve durmiendo.

            —Son dos volcanes, o más bien, súper volcanes —me aclara el reno, volviendo a atraer mi atención—. Uno en Indonesia y el otro en las Filipinas. Entre los dos ya han lanzado millones de toneladas de polvo y ceniza a la atmósfera.

            Escucho lo que me dice y vuelvo a ver hacia la verga del reno mientras le pregunto:

            —¿Vas a orinar un poco?

            La bestia se me queda viendo con algo de desconsuelo y me dice:

            —Sí, ya casi.

            —¡Esperate! —me apresuro a decirle—. Voy por un vaso.

            Rápidamente salgo de la sala hacia la cocina. El lugar está repleto de comida que pronto se empezará a descomponer. Encuentro un vaso de plástico verde perico y vuelvo donde el reno apenas a tiempo para que eche la orina en el recipiente. Lo que se acumula es un jugo verde eléctrico con algo de espuma encima. Sin pensarlo mucho me llevo el vaso a los labios y empiezo a beber lo que parece realmente un consomé de cebollines o algo así. Está tibio y el sabor es entre dulce y picante. Hacía días que no veía al caribú y por fin siento esto de nuevo como un regalo de los dioses... o de los volcanes... o de quienes sean los que ahora gobiernan el destino de los hombres. Cuando termino de beber me percato de que el reno ya no está en la sala. Ha salido al jardín y parece dirigirse hacia otra parte. Salgo detrás de él y al poco rato lo alcanzo. Él va caminando muy despacio por el camino que sale del hospital hacia el bosque.

            —Jamás imaginé que sería así —comenta.

            —¿Así cómo?

            Se detiene y me vuelve a mirar, ya no con angustia o desprecio, sino con algo más parecido a la lástima y el cariño. Bufa levemente y me dice:

            —Poné el vaso.

            Dichosamente lo he traído conmigo y lo pongo para que lo vuelva a llenar de néctar verde eléctrico. Orina calmadamente y agrega:

            —Lo que se viene es algo como un invierno nuclear... primero se mueren las plantas... luego nosotros... y finalmente ustedes, los humanos.

            Terminó de orinar y yo retiré el vaso. Le hice un gesto de salud y me lo bebí corcor. Ya me empezaba a ser difícil controlar lo feliz y cálido que me sentía. A pesar de que iba caminando descalzo y semidesnudo por la nieve, no sentía la más mínima incomodidad. Ni frío, ni hambre... ni siquiera desorientación. El reno volvió al camino con su manera lenta pero determinada.

            —¿A dónde vamos —le pregunto.

            —A encontrarnos con aquello.

            Movió el hocico hacia el cielo y vi por primera vez una gigantesca nube de color rojo parduzco que cubría todo el horizonte y parecía moverse hacia nosotros.

            —¿Qué es? —vuelvo a inquirir, como quien no sabe y realmente le importa poco. Pero la verdad es que sí tenía curiosidad.

            —Es el fin del mundo —me dice parsimoniosamente, y luego sigue con su andar lento.

            —Siempre pensé que el fin del mundo sería un poco más emocionante —le digo con algo de desaliento.

            —Sí, yo también —me confiesa—; pero la vida es eso.

            —¿Eso?

            —Sí, eso —repite—; todo lo que pasa mientras esperamos el final.

            Le pongo una mano en el lomo a mi amigo el reno y nos vamos por el camino rumbo al gigantesco cielo rojo que se aproxima a la distancia. La nieve blanca va tomando un intenso y hermoso color rosado a medida que la nube se acerca. Luego, poco a poco, empieza a llover ceniza y la tarde se va oscureciendo.

            —¿Has oído hablar de Alex o de Ginebra? —le pregunto como por decir algo más.

            —No —me responde—, ¿quiénes son?

            —No lo sé —confieso.

            Y ambos, el reno y yo, seguimos caminando mientras tratamos de imaginar qué significarán esos dos nombres.

 

 

La Mirada, 9 de febrero de 2012.