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martes, octubre 27, 2009

LA PRIMERA VEZ: Germán Hernández


Volvemos con otro escritor joven costarricense. Esta semana se trata de Germán Hernández, poeta, ensayista y narrador.


Germán Hernández. Costarricense-nicaragüense, nació en San José en 1974. Es economista y teólogo. Perteneció al Café Cultural Francisco Zúñiga Díaz donde trabajó al lado de don Chico Zúñiga, su indiscutible maestro. Hernández cultiva la narrativa y la poesía y ha colaborado en algunas publicaciones nacionales. La mayor parte de su obra aun se encuentra inédita.

La primera vez

A Lillo le gustaba sacársela delante de nosotros, la sostenía con fuerza y se le ponía dura mientras callábamos asombrados, luego nos íbamos a mejenguear sin darle importancia a las cosas que decía sobre las vecinas, del dulce aroma de la ropa sucia, de sus cuerpos y las rendijas en los baños, de la blancura virginal de nuestras hermanas y madres, todavía esas cosas no nos importaban, como sí importaban los torsos humeantes y los domingos frente al tele, las banderas y las consignas, los goles y las palizas a pesar de las gloriosas victorias cuando la borrachera de nuestros padres llegaba con la aurora antes de volver a la escuela, como sí importaban los gritos de mi madre llamándome para comer, para dormir, cuando estábamos sumidos entre aventuras y exploraciones en el potrero prohibido. Entonces Lillo se la guardaba y escupía en el suelo sonriéndome y corríamos todos hasta el lote baldío junto a la pulpería donde iban a comprar los mariguanos, antes de la cuesta frente al potrero, donde quedaban todavía algunas matas de café y matorrales donde dormía nuestro miedo, poníamos las canchas, buscábamos las piedras lamidas desde siempre que había cosechado la acequia y medíamos las porterías de 20 pasos marcábamos el centro y el punto de penal y luego me paraba frente a Lillo, piedra papel o tijera, uno dos tres y siempre me vencía… papel cubre piedra, piedra destroza tijera, tijera corta papel, y Lillo escogía de primero, pido a Jose, yo a Max, yo a Primi, yo a Manchita, yo a Alex, yo a Marelo… jugábamos hasta el que metiera 10, y cuando perdíamos o perdían ellos, venían los gritos y las discusiones y cambio de cancha y hasta el que metiera 20, aunque las mamas no entendían y a veces no terminábamos, sobre todo cuando llovía y era más delicioso jugar y más pesada la bola entre las pelotas de barro que se elevaban en cada tiro y en cada barrida.

Cuando la bola salía dando tumbos y cruzaba la calle hasta esconderse en el potrero prohibido, nos sobraban intenciones y silencios para correr tras ella, porque había muchas historias y muchas advertencias para no entrar en ese lugar que a pesar de todo explorábamos para apear nísperos y manzanas rosa, o pescar olominas en la pequeña acequia llena de mierda y subirnos a los palos y buscar en los huecos fétidos que se abrían al pie de sus raíces para encontrar tesoros, antiguas piezas de autos, motores herrumbrados y recuerdos, periódicos antiguos, collares y basura todavía intacta y todavía útil, como los adornos de un árbol de navidad, cables eléctricos y juguetes echados a perder a martillazos, pero no nos importaba, porque todas esas cosas las recogíamos y de regreso a nuestras casas se sumaban con todos nuestros tesoros, bajo las tablas del piso y las acomodaba junto a las otras, porque en eso se nos llevaba la vida y comparando nuestros tesoros y dudando de las historias de miedo, del Padre sin cabeza y la carreta sin bueyes, como si en estas calles y en estos tiempos, hubiera padres y hubiera carretas, cosas de los viejitos que apuntaban con sus dedos hacia nuestra falta de respeto, nuestros gritos de guerra, nuestras necesarias incursiones en aquel paraíso donde nunca encontramos las armas abandonadas de los sicarios, ni el cadáver desangrado del prófugo que escapó de la cárcel, ni los fajos de billetes que arrojaron los asaltabancos cuando huían de la policía, o la niña ahogada en la acequia, llena de golpes y con los ojos abiertos, porque dicen, que en la mirada perdida de los muertos queda el reflejo de los asesinos, pero nosotros nunca vimos esas cosas, ni a los mariguanos sombríos y sus aquelarres de hongos y boñiga fresca, ni a los sátiros que repartían dulces a cambio de caricias, nunca nos encontramos con los peligros que tantos jalones de orejas y fajeadas nos habían costado, porque tampoco habíamos tenido que buscar la bola entre sus senderos de noche, cuando solo brillan las brasas de los cigarros aturdidos y los aullidos de los perros, ni los cuerpos que huyen de la gente y se encuentran como en el cine llenos de ausencia y se besan y se quieren y le temen a la muerte, porque no dormirán bajo el viento ni sobre el pasto que cierra sus ojos y gime, que se destroza bajo sus cuerpos silenciosos. Por eso rompiendo nuestras promesas y cuesta abajo hasta el potrero prohibido, sobre nuestras huellas y los pasos de otros, sacábamos las piedras del corazón de la acequia para construir las canchas y jugar nuestros partidos.

Aquella vez íbamos perdiendo, a Max le habían dado una patada y se había puesto a llorar a un lado de la cancha y no había manera de convencerlo de regresar al partido, Lillo nos jodía diciendo que miedo, miedo y yo le decía que no se montara, que sacara un jugador, el asunto iba mal para nosotros y puse la bola al centro para jugar de pura chicha cuando escuchamos ese ruido paralizante que tuerce las cabezas y detiene el tiempo por un instante, luego ese golpe seco y adivinamos que otra vez, algún carro bajando la cuesta del potrero se había estrellado.

Corrimos para llegar de primeros, entre la cuneta, incrustado en un árbol de poró un automóvil se había ensartado, las llantas de atrás quedaron en el aire, y una comezón en el cuerpo nos decía que no era como los otros accidentes, éste era peor que todos los que solían ocurrir en la cuesta, porque nos encantaba verlos, todo se llenaba de vecinas regañándonos, de perros nerviosos y carajillos, de gente que no sabíamos de dónde habían salido y que poco a poco formaban un muro de asombro alrededor del carro y pronto llegaba algún policía de la caseta de la fuerza pública extendiendo los brazos, trazando límites imaginarios para que nadie se acercara hasta que llegara la ambulancia o la grúa.

Pero esta vez no salió nadie sacudiéndose la vergüenza del carro, algunas mamas a gritos desde la puerta de las casas llamaban a los jugadores, yo escuchaba mi nombre y luego la sirena de la ambulancia, yo me hacía el tonto y los señores de la cruz roja finalmente después de de abrir el vehículo sacaron por la ventana a una muchacha.

Estaba muerta pensamos, porque estaba blanca, blanquísima y sus manos tirantes se mecían de un lado a otro, los paramédicos gritaban cosas, hablaban por radio, había un gentío, hasta las mamas se habían venido a ver y la muchacha tenía una marca azul en la frente y sus párpados azules, ahí mismo un cruzrojista le abrió la blusa y se le salieron a la muchacha los senos, blanquísimos y sus pezones también eran azules y parecían agujas; mientras trataban de resucitarla yo oía mi nombre, un terror que subía por mi estómago y unas ganas de salir corriendo y de quedarme ahí hasta que cubrieran a la muchacha con una sábana blanca y de responder a los gritos de mi madre, brincar hasta la acera y meterme por los zaguanes y los trillos hasta entrar a la casa, pero todavía no habían cubierto el cuerpo de la muchacha ni sus senos que parecían de hielo y no podía ver a nadie más, ni podía escuchar mi nombre repetido una y otra vez y esparcido como piedras sobre los techos de las casas y enredado en los tendederos retorcidos, ni podía sentir todavía los fajazos prometidos y los gritos de mi madre, ni el llanto de mis hermanas, ni las ojerosas rendijas de las latas humeando su luz por la noche, porque justo ahora estaban llevándose a la muchacha dentro de la ambulancia y algo me hizo correr y algo hizo correr a todos detrás de la ambulancia cuesta arriba hasta que se fue perdiendo y solo su sirena se sentía transversal y molida entre otros gritos y los gritos de mi madre repitiendo mi nombre, entre nubes y aromas de cenas rancias, de frijoles viejos y recalentados, cuando los animalitos alados salpican las luces de las calles, cuando da miedo entrar en la ducha fría y entre latas herrumbradas bañarse para ir a dormir.

Porque esa noche no pude dormir, veía a Lillo sacándose la verga, gritando miedo, miedo, y una y otra vez los senos de la muchacha muerta a la que luego cubrían y se llevaban en una bolsa negra y hacía frío, igual que la niña ahogada en la acequia y que nunca quiso aparecer porque le gustaba esconderse en el potrero prohibido y escondía cosas perdidas para que nosotros las encontráramos y que sabía nuestros nombres y los silbaba entre las copas de los árboles como aquella noche en que el viento con odio sacudía las antenas de televisión y estremecía las latas de cinc con ganas de arrancarlas y una voz que decía mi nombre, mientras mis manos trataban de agarrarse de las cobijas, de la almohada y un hormigueo ardía en mis muslos, porque no podía dejar de recordar las tetas frías de la muchacha, porque no eran como las de mi madre, ni las tetitas de mis hermanas, porque igual como había acabado aquella tarde con un celaje sucio, mi mama me había regañado en el comedor de la casa, pero en ese momento la luz de la calle temblorosa me devolvía entre sombras los senos de la muchacha y sus pezones azules, cerraba los ojos y quedaban ahí como las manchas de un sol que encandila, mientras me acurrucaba y escondía mis manos entre mis piernas y la veía a ella otra vez, ahogada en el río negro donde pescábamos olominas, flotando muerta mientras sostenía mi pene y me temblaba el vientre y traslúcidos sus senos blancos, otra vez, sus pezones azules, otra vez y una voz que repetía mi nombre otra vez, oculta entre las brasas siniestras de los mariguanos, resbalosa como el hielo entre mis manos rociadas de tres gotas de semen, por primera vez, mientras escuchaba mi nombre brotando por primera vez, de los labios azules de la muchacha muerta, otra vez.

jueves, octubre 22, 2009

LAS HORAS MUERTAS: Esteban Ureña

Bugudoviya12 by Shapovalov


Continuando con la intención de hacer un repaso de la narrativa costarricense más nueva, les presentamos ahora a Esteban Ureña. Viejo amigo y co-escritor nuestro. "Co-escritor" es para quien lleva este blog aquel tipo de colega y amigo con quien y al lado de quien siempre ha escrito. Otros co-escritores nuestros serían Mauricio Molina, Giorgos Katsavavakis, y más recientemente, Juan Murillo. Queda esto dicho en virtud de hacer patente nuestro homenaje a la institución del taller y a la idea del intercambio y coloquio amical en el proceso creativo.

Va pues este homenaje a todos los amigos del que fue "Taller Literario Eunice Odio".

Esteban Ureña (Foto de Diego Mora)

Esteban Ureña (San José, 1971). Publicó Bestiario de amor (poesía, Editorial Costa Rica, 2004). Ex miembro del taller literario Eunice Odio (1989-1993) y de Octubre Alfil 4 (1994-1995). Editor de libros de texto y corrector de estilo free lance. Realizó una carrera en filología y lingüística y una maestría en literatura (ambas en la Universidad de Costa Rica). Actualmente se forma en psicoanálisis en Argentina y es miembro de Apertura Sociedad Psicoanalítica de Buenos Aires.

Las horas muertas

Ese día, papá tenía la máscara. Lo recuerdo bien. Él con la máscara, andaba por la casa, para mí las horas muertas. Ese tiempo se parecía a este; por eso me acuerdo. Alberto quiso que nos viniéramos a pasar aquí las vacaciones, y ahora tengo esa sensación de que detrás de alguno de los árboles del patio, de un mango de tronco grueso, andará papá escondido con la máscara puesta. Entonces me quedo inmóvil, en alguna de estas sillas del verano; la cabeza quietita, sin torcerla; o si estoy en la cocina busco algún trasto que lavar sin alzar mucho la mirada por la ventana, porque desde ahí se ven los árboles del jardín.

Así son las horas muertas: se instalan de un momento a otro y luego ya no se sabe cuándo van a terminar. Alberto tiene una amante. No estoy diciendo que tuvo un affaire o algo así, me refiero a una fija, una que regresa, una que ocupa sus minutos y tal vez su corazón (aunque eso es más difícil), alguien que usa para llamarlo, para mirarlo, para inflarlo y ponerlo con la cabeza lustrosa, como me gusta.

Esas cosas se saben; así me enteré. No puedo explicarlo. Nada más las horas muertas, después de mucho tiempo, cuando creía que ya no iba a haber más yigüirros volando dentro de la casa, no más plumas tostadas en mi sabor de boca; mi sabor de boca de todos los días, esa cosa pastosa que te espera siempre en la saliva sin que te des cuenta (algo astringente, fierro, mancha, esas cosas), que te delata más que el iris o la palma.

Y ahora estamos en esta casa, en este pueblo extraviado en el camino del mar a la montaña, lo que se llama en ninguna parte,
Alberto-solícito-servicial-atento,
Alberto-compañero-psicólogo-mujer,
Alberto-triste-tierno-desamparado, pero la verdad es Alberto y yo con un cinturón de asteroides en medio de los dos, que nos despedazan la carne si intentamos cruzarlo.

Cierto, hubo avisos. Él me contó cuando tuvo un affaire, ese sí, algo de una semana y listo. Un affaire y un cliché: una secretaria. Secretaria de otro, porque él no tiene. Me lo contó muy asustado, pero yo le veía el placer en la cara; creo que por esa mezcla extraña no me importó mucho, porque era algo nuevo en él, y para mí un descubrimiento. Hasta me gustó, me sentía más cerca del hombre al que amaba por compartir un pequeño secreto como ese, casi como una pequeña perversión (no el polvo, sino el relato). Creo que nunca entendió mis razones.

Pero después, con el paso de algunos días, me encontré algo inesperado también en mí. El tiempo empezó a transcurrir distinto. Ahora todos los minutos empezaban a acomodarse como en una misma pila de ladrillos, como cuando los ponen a secar al sol, uno a uno, una pila dividiendo ese affaire y el siguiente, el evento y su repetición. Solo se trataba de esperar a que la pila creciera lo suficiente, a que la brecha se llenara, para comenzar con la próxima.

Antes de eso, el tiempo había sido más lineal. Teníamos ladrillos pero se desparramaban de manera más libre ―sin saber muy bien qué estábamos formando, es cierto― y también más hermosa, imaginate un jardín inglés de piedras de barro. En cambio las pilas ordenadas, ordenando mi tiempo de esa forma inédita, empezaban a formar otra cosa, un edificio temible, de líneas rectas, de proyecciones regulares, con la dureza de un banco o de un búnker.

Al principio, traté de ignorar las señales. Me dije, fue solo una vez; parecía algo importante; esa mezcla de placer y miedo. Nunca pensé, por ejemplo, si era algo importante para mí. Y cuando lo hice, ya era demasiado tarde. No sé cuántas veces más pasó, a decir verdad. Dejamos de hablar poco a poco, como un fresco renacentista que se deteriora durante centurias, pero da la impresión de haber amanecido ilegible de un día para otro, el rostro hermoso de una mujer envejecida.

Un día me di cuenta de que no ya no era una aventura, empecé a ver cierta expresión repetida en su rostro, una entonación que delataba la persistencia de algo. O más bien de alguien. No me preocupó tanto quién; fue la persistencia.

No sé si pasó entonces o venía pasando desde antes, pero eran las horas muertas. No sé tampoco por qué lo relaciono con papá, cuando se ponía la máscara, especialmente ese día. O es el tiempo mismo el único lugar donde hay una relación. Las pilas de tiempo. Los ladrillos imitándose unos a otros.

En esta quinta todo está inmóvil. En el mar, las olas dan por lo menos la sensación del movimiento, aunque sea en ciclos casi iguales unos a los otros, y sobre todo, el horizonte de agua es la idea misma de lo sin límites... El apeiron de Anaximandro subiendo en una ola y revolcándose con el otro apeiron helado de Newton dos mil años después en un solo suspiro, las posibilidades todas revueltas en el agua salada mientras tu cuerpo sube y baja, sube y baja en el agua tibia.

En cambio, aquí, el sol es nada más la lámpara que un pintor mueve de lugar tres veces al día para iluminar desde otro ángulo un modelo idéntico a sí mismo, inmóvil. Así me siento en esta silla de plástico algo costroso, esas manchas van a continuar en mi piel casi igual de blanca, pero la silla no es biodegradable; y yo sí.

Alberto me saluda desde la ventana de la cocina, se ve feliz, para él estas supuestas vacaciones son una especie de reconciliación para ninguna pelea, el religamiento de votos nunca rotos, el aseguramiento de la calidad del amor ISO 9002 para el cual su empresa se ha sometido a los más rigurosos entrenamientos con capacitadores extranjeros durante semanas, durante las cuales apenas si lo he visto llegar un día de la semana antes de las diez.

Ahora viene con un par de tragos en la mano, el pintor pensó que esa mujer en la silla se veía muy sola y necesitaba a la par un niño a quien no escuchara ni deseara, o bien un trago en la mano. Se decidió por el trago. Y aquí viene Alberto. Diez años después todavía no he logrado decirle que odio el daiquirí casi tanto como amo el mojito. Esas frescas hojas verdes. Bien cargado.

En momentos así entiendo que una civilización quiera alimentar al sol de la sangre de sus enemigos para eliminarle esa sensación de monotonía. Es decir, cambiar por lo menos al pintor por un director de cine, así pasaría algo en mi vida, de preferencia bien guapo, siempre y cuando no sea de la Nueva Ola Francesa, porque si no es mejor ver la película entera en View Master.

Él pudo haber sido mi director de cine. Es guapo, o al menos yo desarrollé la capacidad de verlo guapísimo, en la certeza de cada comentario, en la fluidez de cada movimiento, en la sensualidad de cada caricia, como si en cada trozo de piel reposara toda mi capacidad de sentir. A veces, objetivamente reconozco un lente de aumento con su nombre, y lo uso para todo. Pero así siento yo, así me gusta sentir, y sería demasiado alto el precio de cambiar amor por anestesia.

El lente cae también sobre las tristezas, claro está. Sobre mi estómago, así esté lleno de mariposas o sea un frasco de gotas amargas. Recuerdo la gata de mi tía Eduviges, la panza de la gata ese día. Estaba muerta, pero la panza todavía se movía con pasadas lentas de vez en cuando, me sorprendió, recordé los insectos en el laboratorio del colegio cuando los hacíamos saltar con corrientes eléctricas. Entonces me di cuenta de la razón de los movimientos: estaba recién muerta, pero también embarazada, y los gatitos se movían por debajo de la pelambre. Así siento mi panza en esos momentos: muerta, pero preñada de otra cosa; con esperanza, pero sin ningún futuro.

El pintor añade un todoterreno trepando por la ladera (le pareció más cool que un yip subiendo el cerro). Ahí se queda gran rato, le da tiempo de trazar bien sobre el lienzo las bolitas del humo gris del diesel, la sensación de lejanía, la imposibilidad de auxiliarlo si algo le pasara aunque seríamos testigos de todo.

Es mi cuñado: familia completa, hijos y todo, una señora y un señor con permanente disfraz de papás: la felicidad misma reseca en la civilización. La constelación se completa con su llegada. Pero el pintor no sabe cómo me siento; solo me mira quieta en mi silla, levantándome para saludar, sin posibilidad o más bien sin ganas de contar las intenciones reales de Alberto, ni siquiera de discutirlo con él por la noche para brindar un espectáculo entonces sí completamente familiar, con gritos apagados de discusión en el fondo de la casa mientras los papás con su disfraz de papás tratan de dormir a los niños, con su disfraz de niños, para protegerlos. Pero ni siquiera eso pasa. No tengo nada que discutir con él.

Alberto viene de nuevo hacia la piscina, ahora trae no dos, sino cuatro tragos y dos cocas, yo le sonrío por primera vez y estoy feliz, él lo nota y sonríe como si el Niño le hubiera traído un regalo una vez más. De repente yo sonrío. Sí, sonrío, agradada, como si me hubieran contado un chiste que sin embargo ya no recuerdo. Nadie sabe por qué y en realidad ellos no lo notan. El pintor registra mi sonrisa y no la entiende. Yo pienso en ese momento que ya tomé mi decisión. No sé por qué; no sé cuál decisión.

Ahora entiendo la intención del pintor: quiere la inmovilidad de su modelo, pero también la sufre. Es él quien no tiene esperanza y la alimenta con tubos de acrílico. No sé cómo pero tomé mi decisión: la vida no tiene que ser así por fuerza.

Quizás por eso he vuelto a pensar en ese día, he podido recrear lo ocurrido ese día, papá con la máscara. Me perseguía por toda la casa, nunca antes lo había hecho. Sentía pánico, como si por primera vez deseara que papá nunca se quitara la máscara, como si por primera vez no supiera qué había debajo. Me escondí debajo de una pila de afuera, que casi nunca se usaba, entre un montón de herramientas herrumbradas. Sentía los trozos de metal desprendiéndose debajo y junto a mí, por todas partes, manchándome el vestido y rasguñándome porque yo me había metido ahí a la fuerza, desplazando un machete viejo, una jaula de gallos abandonada, un rollo de alambre.

Yo me sentía con el alambre herrumbrado metido en el pecho, y si me movía podía herirme las paredes desde adentro. Por eso trataba de estarme quieta, de resistir el dolor, de no pensar en las manchas de cobre en el vestido.

Así estuve mucho rato. No sé cuánto la verdad. Tal vez horas, tal vez unos pocos minutos, ya no lo puedo decir. Hasta que él me encontró, yo estaba a punto de desmayarme. No quería que se quitara la máscara, no me podía mover pero él me sacó de mi agujero.

Me parece que yo tenía razón en decir que ese día se había comportado distinto de siempre que venía con la máscara puesta. Había algo raro, de hecho al quitársela no estaba segura de si era él, veía borroso con los ojos lacrimosos y llenos de sudor. La memoria es un mal nombre para todo esto. El alambre contra el pecho, los gallos de la jaula, es todo lo que tengo, son como esos ocres durmiendo en el fondo de la caverna de Blombos, que ahora salen y nos llaman, y a veces pienso que ese rostro no era de papá, sino de tío Elías. Que era él quien ese día andaba con la máscara, o quizás, no lo sé, que fue él quien después dejó mi cuerpo desmadejado entre las sábanas, tibio, con los ojos abiertos, como un gatito recién atropellado.

sábado, octubre 17, 2009

DESELECCIÓN ANTINATURAL: Guillermo Barquero



Este blog ha sido asaz consentidor con el género poético. Pues ya le llegó el turno a la narrativa, el género madre o padre donde caben todos los demás géneros.

Empecemos con Guillermo Barquero.

Guillermo Barquero nace en 1979 en San José, Costa Rica. Ha publicado La Corona de espinas (cuento, 2005); compiló, junto a Juan Murillo, el volumen Historias de nunca acabar: Nuevo cuento costarricense, en preparación por la Editorial Costa Rica. Relatos suyos han aparecido en la revistas Voces (España) y Letralia (Venezuela) y en la antología Presagios de muerte y esperanza —Taller literario La Parrilla, Belén— (2009). Ha colaborado asiduamente con artículos de temas literarios para el periódico Ojo. Mantiene una bitácora de reseñas literarias con el nombre de Sentencias Inútiles en la dirección www.sentenciasinutiles.blogspot.com


Deselección antinatural

Lo digo sin afán de provocar lástima: fui pintor; no digo que era pintor, sino que fui pintor. Finito, se acabó hace tiempo. Entre cada puñado de trazos, chupaba el pincel, sentía el sabor dulce del pigmento y el diluyente entraba en mi organismo muy lento, y caía en un estado de gracia o narcosis, hasta terminar el cuadro completamente drogado. Ahora, sin brazos ni piernas, la pintura se acabó. Sería demasiado complicado explicar cómo, sin brazos, sin piernas ni prótesis, sin ninguna extremidad, escribo estas líneas.

Aclaro, porque es obligatorio: no soy escritor. Alguna vez, cuando se me habían arrancado dos de los dedos de la mano derecha, escribía poesía, incluso anunciaba a los cuatro vientos que era poeta. Ahora sé que no lo fui, no lo era, no lo soy, no lo seré; para ser poeta, se necesita estar imbuido de la constante idea de una muerte prematura, hace falta querer que a uno le peguen un tiro entre las cejas o que lo envenenen con algún fertilizante vulgar, o estar invadido por un sentimiento heroico en el que se quiere salvar el mundo, para al final morir acribillado en una callejuela infecta.

Pero yo nunca tuve ese arresto absurdo de los poetas, simplemente escribía versos al comenzar a pudrírseme los dedos de las manos, poco a poco, como un racimo de bananos ennegrecidos, que de tanto en tanto se caen, sin poderse hacer nada.

En algún momento, cuando solo me quedaban un muñón del lado izquierdo y dos dedos de una mano, decidí reclutarme en la oficina de correos; fue algo natural: mi padre había sido cartero. Entregaba sobres por todos lados, hablaba con la gente, que me miraba sin mala intención los brazos truncos, pero a la vez se admiraban de mi habilidad, que hacía parecer que había nacido así, que mi madre había tomado talidomida para no vomitar y me había mutilado inintencionadamente, en una oscura carnicería dentro de su vientre puntiagudo. Cuando los dedos se me comenzaron a caer –no es tan horrible como pudiera pensarse, era como ir perdiendo insensiblemente el cabello, y despertarse un día medio calvo, un poco melancólico por los tiempos idos de la juventud-, me dejaron de interesar las cartas y los paquetes, es decir, el acto de entregarlos, así que comencé a dedicarme a llevar sobres venidos de todas parte del mundo y paquetes rectangulares a mi casa, que realmente era un sucio cuarto de seis por ocho metros.

En las noches, me colocaba el aditamento que pretendía ser un garfio, pero que no tenía forma definida, cuyo filo era capaz de atravesar la carne –no pocas veces me corté el pellejo y sangré al afilar el aparato-, y con él abría sobres de manila, de cartón o de papel bond. Leía cartas por las noches, y seleccionaba las que fuesen de amor, sobre todo las de amor, que me ponía a leer al caer las madrugadas, sin afanes sensibleros, sin remordimientos por amores idos (que nunca tuve, por cierto), sino por algo parecido al acto de escribir poesía, cosa que no quiero ni voy a explicar en detalle.

Llegaba por mi paquete en la mañana, a la oficina de correos, por supuesto que sin ningún aditamento más que lo que me iba quedando de abdomen y lo poco de tórax que restaba, recogía las grandes bolsas, pesadas y grises. Decía buenos días compañeros y fingía preocupación por el arduo día de trabajo que me esperaba; bueno, aunque debo decir, con algo de orgullo, que caminaba muchas calles y entregaba algunos sobres y a veces recibía el agradecimiento de la gente, pero luego llegaba hasta mi habitación y pasaba el resto del día revisando, abriendo, rompiendo, leyendo, sobresaltándome y releyendo, anotando y cabeceando, cansado y narcotizado por las malas noticias, los desengaños y las mentiras tan, pero tan amargas. Lo que más costaba abrir eran los paquetes rectangulares, de los que esperaba siempre libros. Hallaba muñecas, carritos de baterías, comidas (lo cual no me disgustaba), lamparitas plegables de mesa (muy útiles en las noches); los libros: manuales de Merck de patología, quijotes, piosbarojas, panfletos de asquerosa política de izquierda y derecha. Casi nada que sirviera. Me costaba leer, además; lo hacía en un atril que había logrado desembalar de uno de los paquetes, pero la posición inclinada era un incómodo remedo de alguien sentado a la ventana leyendo.

En esos tiempos, también recibía visitas de amigos que, o se comportaban con una amabilidad enternecedora, o de verdad reconocían lo heteróclito que iba quedando; pude tener relaciones sexuales, sin gemidos y apenas con alguna que otra sensación; se me había caído ya la maxila y no tenía nariz, pero aún así gemía a mi manera, por dentro, como el grito desesperado de un sordomudo a quien le apuntan con una pistola.

Luego, me echaron, como era de esperarse, aunque no fue uno de esos despidos turbadores y humillantes, sino un amasijo de expresiones compungidas, de felicitaciones veladas y despedidas tristes como si se tratara de un aeropuerto; hubo abrazos en donde primero se pudo, era difícil encontrar algo aún en pie. Después de todo, no podía seguir ni robando ni entregando paquetes ni sobres, pues para ese entonces solo tenía un pedazo de una pierna, y de los brazos no quedaba más que sus nombres y su recuerdo, como vaguísimas reminiscencias de un pasado ni feliz ni triste, un pasado a secas. No quise más trabajos y no por vergüenza, ni por ser una especie de proscrito de la Edad Media, sino porque el desplazamiento era dificultoso en extremo; lo que no estaba negro, estaba morado, lo que no estaba como congelado desde una era glacial era un amasijo informe que no podía ser reutilizado. La pensión por invalidez me alcanzaba, por pura suerte.

Leí frenéticamente, primero con un solo ojo, luego sin ninguno, de una forma fragmentaria, porque tampoco tenía dedos ni extremidades (eso era cosa de un pasado lejanísimo), pero podía sentir los impulsos de las páginas y reía sin boca con los diálogos y las locuras de los franceses del siglo XIX y Dostoievski, porque cualquier cosa después de ellos me parecía deleznable. No leía en lo absoluto poesía.

Y es evidente que los espejos no mienten y, aunque no pudiera verme, sabía que el reflejo era el de una cosa que alguna vez fue humana, y honestamente no sentía vergüenza cuando me ponía de pie (lo cual es un decir) y esperaba el oscuro reflejo de varios órganos interconectados como las tuberías de gas de una de las grandes capitales del continente, una red de funciones, de pensamientos y anhelos.

Comencé a yacer más a menudo entre las sábanas manchadas, sabiendo que no eran muchas las cosas que podía hacer, menos lo que podía comer o beber, y aún menos lo que era capaz de distinguir en el paisaje de sombras de las noches. Esto fue hace siglos, pero bien podría ser lo que pensé antes de comenzar a escribir estas palabras. Y comencé a sentir algo como la nostalgia al pensar en mi vida de pintor, y busqué el caballete, lleno de manchas, que había dejado en la esquina más abandonada de este cuarto; encontré con dificultad los tubos de pintura y me convencí, de pronto, después de pensar y pensar, formado solo por un pulmón, una tráquea, un hígado y un puñado de cabellos pegados a un cuadro de piel en franca decadencia, que había sido un buen pintor, un artista íntegro al menos. Sin verla, siento la fuerza de mi última pintura, que está clavada en la pared sobre el respaldar de esta cama; es hermosa, es un retrato hermoso. No puedo verla, pero el aroma del óleo seco es inconfundible, baja desde la tráquea hasta el pulmón, mezclado apenas con el olor del cigarro.

Ahora, no sé cómo escribo estas líneas (¿Finales? ¿Prefiguradoras de algo?), para qué lo hago; no lo explicaré, es muy complejo o quizás completamente inútil. No es necesario explicar cada cosa ni buscarse gratuitamente amarguras en algún sitio enterradas.

Hay que aprovechar el tiempo en algo, tengo buenas oportunidades como objeto de exhibición en una morgue o una universidad, objeto de culto: un hígado inmóvil, flotando en un frasco lleno de formalina, sin tener que dar explicaciones, sin tener que hacer el esfuerzo de moverme; aún sin cabeza es posible anhelar, aunque no lo crean.

lunes, octubre 12, 2009

POLÓMETRO PARA ESCRITORES COSTARRICENSES


1. ¿Ha leído usted algún polómetro nacional antes? Anótese un punto. ¿Lo ha contestado? Anótese dos. Ha participado en la creación de uno? ¡Anótese tres!

2. ¡Cree usted que usar una “s” en los verbos de segunda persona del singular es polo? (Por ejemplo: tuvistes; vinistes). Anótese un punto. ¿Ignoraba usted que esa “s” corresponde a la conjugación clásica del voseo y que por tanto es correcta en los países donde se vosea? Anótese dos. ¿Es usted costarricense y el voseo le vale mierda? ¡Anótese diez!

3. ¿Le habla usted a su novio o novia en “tú”? Anótese un punto. ¿Le habla a todo el mundo en “tú”? Anótese dos.

4. ¿Escribe usted poesía costarricense en “tú”? Anótese un punto. ¿Escribe usted narrativa costarricense en “tú”? Si la respuesta es afirmativa, sálgase de este blog: ya perdió todos los puntos.

5. Cree usted que comer sopa de frijol negro o servirle a las visitas pejibaye con mayonesa es polo? Si la respuesta es afirmativa, anótese dos puntos. [En Nueva York y otras grandes ciudades la sopa de frijoles negros y los pejibayes son considerados platillos exóticos y “gourmet”. En un buen restaurante “Cajun” de Nueva Orleáns una sopa de frijol negro le puede costar hasta $25 oo.]

6. ¿Cree usted que un o una candidata presidencial se deba elegir por lo que tiene entre las piernas y no por lo que tiene entre ambas orejas? Anótese un punto. ¿Cree que se debe elegir por el tamaño de las orejas? Anótese cinco.

7. Escucha usted a Ricardo Arjona o a Juanes como si fueran música trova? Anótese uno.

8. ¿Cree usted que cada escritor o grupo de escritores debe escribir un manifiesto? Anótese cinco: dos por bruto, y tres por trasnochado.

9. ¿Cree usted que la literatura costarricense es muy mala sin más? Anótese un punto. Mantiene esta tesis sin haber leído un porcentaje significativo de literatura costarricense? Anótese dos. ¿Mantiene esta tesis sin haber leído jamás literatura de Costa Rica? Anótese cinco.

10. ¿Ha leído a Marín Cañas, Brenes Mesén o Lisímaco Chavarría? Si no ha leído a ninguno anótese tres. Si solo ha leído a uno, anótese dos. Si solo ha leído a dos de ellos, anótese uno.

11. ¿Cree usted que el español (su lengua materna) es la mejor del mundo? Anótese un punto. ¿Cree que es la peor? Anótese un punto.

12. ¿Cree que el español es la lengua más difícil de aprender? Anótese dos por analfabeto. [Estadísticamente hablando, entre las lenguas europeas la que requiere más tiempo para su aprendizaje es el húngaro.]

13. ¿No lee usted a autores que no sean de lengua española? Anótese un punto.

14. ¿Cree usted que pintar caritas (a los niños) es un evento literario? Anótese uno.

15. ¿Escribe usted sin puntuación para esconder o disfrzar el hecho de que desconoce por completo dichas reglas? Anótese tres.

16. ¿No tilda usted las mayúsculas porque cree que la RAE así lo prescribe? Anótese cinco por baboso y perezoso. ¿No sabe qué es la RAE? Otros cinco puntitos.

17. ¿Admira usted a los autores que editan un nuevo libro cada vez que se cambian de ropa interior? Anótese cinco.

18. ¿Cree usted que tomar foticos con una cámara no profesional y pegarlas en un álbum auspiciado por una transnacional constituye un fenómeno de tipo literario? Si la respuesta es afirmativa, anótese un punto.

19. ¿Cree usted que un escritor costarricense debe decir “hale” en lugar de “jale”; “departamento” en lugar de “apartamento” (lugar de habitación); y “correr” en lugar de “despedir” o “cortar el rabo”? Si la respuesta a todo es afirmativa, anótese cinco puntos.

20. ¿Cree usted que la poesía debe lograr trascender por medio de no aludir a cosas y eventos concretos? Si la respuesta es sí, anótese veinte puntos y muchas gracias por haber participado.

21. ¿Cree usted que la poesía está aquí para “embellecer el mundo con palabras”? De nuevo, gracias por haber participado. (No hay puntaje; no vale la pena).

22. ¿Cree usted que la poesía no se debe explicar? Por tercera vez, gracias por haber participado. [Presione Escape, Delete o Next Blog, ¡pero váyase!]

23. ¿Cree usted que vale la pena seguir con este polómetro? Si la respuesta es afirmativa, anótese los puntos que considere oportunos y sálgase de la página. Gracias.

Puntaje:

0 – 20. Usted es una persona con futuro literario, si no es que ya es reconocido por lo suyo. Siga adelante. Su país necesita de gente como usted.

20 – 40. Todavía se le puede sacar a pasear al extranjero sin riesgo de que nos deje como un culo. Pero trate de hablar poco y de sonreír mucho. Si es posible, diga que no habla inglés. (Antes de decir esto último, asegúrese primero que el contexto sea angloparlante). Le informamos además que Nabokov escribió más de un gran libro, que "El tambor de hojalata" de Grass no es literatura infantil y que la Coral de Beethoven no es un tipo de serpiente.

40 – 60. Usted es de la personas que cree que un periodista es automáticamente un escritor en sentido literario. Lo opuesto sí es factible, pero la mayor parte de periodistas por lo general son “escritores” de segundo y tercer rango. Quizás usted sea uno de ellos. Usted incluso cree que escribir poesía es un acto espiritual y que el poeta es por consiguiente un místico. Vamos, compa, despierte. Las cárceles del mundo están también llenas de delincuentes comunes que además son poetas.

60 - 80. Tiene dos opciones que pueden devenir en una sola. Puede convertirse en pupilo trascendentalista y engrosar las filas del jet-set poético nacional (ahí están Rónald, Leda, Erick, Laureano, la Mapache, Carlos y tantas otras luminarias) o puede inscribirse para tratamiento en esa clínica de fracasados conocida como Asociación de Atroces Costarricenses. Cualquiera de las dos opciones lo llevará a lo mismo: a recibir beneficios a cambio de lealtad, no de talento.

80 – 98. Felicidades. Usted tiene la capacidad de llamar la atención, ya sea con un libro misógino o con una montaña de malos poemarios.


lunes, octubre 05, 2009

BREVE MUESTRA DE POESÍA BREVE COSTARRICENSE (S. XXI)



Julio Acuña (1974-2008)


Reina de la Noche

Ella está aquí ahora,
en la nostalgia;
cuando te quiero escribir
siento el mareo.


(De Ontología menor, 2005)



Confesión

Dias como éste
en que solo la poesía
logra animarme.
Ni el pétalo de un cigarro
ni el vuelo de una silla.

(De Ontología menor, 2005)




María Montero (1970)


Reglas de juego

Todos coinciden en haberme amado.
Todos coinciden en haberse ido.

(De La mano suicida, 2000, 2006)



Luz Roja

Si mis hijas no estuvieran
pondría boleros
y una luz roja en la puerta.

Pero, que va, ya no me queda ese vestido.

(De La mano suicida, 2000, 2006)




David Cruz (1982)


Muerte del poeta

El problema
no es si un poeta muere.
Si sus manos están manchadas
de sangre,
Si su cuerpo está acorralado
por gusanos.
Si lleva un retrato bajo el brazo
y una Biblia.

El único problema será
cortarle la lengua.

De Natación nocturna, 2005)



Antique store

El piel roja
con abrigo de oso
y hacha en mano
mira Manhattan desde las ventanas:
la eternidad era mentira.

De Natación nocturna, 2005)




Felipe Granados (1976-2009)


Poemas del lobo feroz

De nada sirve sentirse oveja negra:
el lobo entiende poco de apartheid.

(De Soundtrack, 2005)



Nubes negras

Pedro Aznar
a la habitación número 13
de un hotel cualquiera


La habitación
es tan pequeña
que, aun juntándose,
apenas caben
los dos,
es decir:
aquí no hay lugar para
la muerte.

(De Soundtrack, 2005)




Mauricio Molina (1967)


Sueño

el ojo cuelga y se derrama sobre el lecho
una mujer se desnuda
y luego nada bajo las aguas
frías del iris.

(De Abrir las puertas del mar, 2004)



Estrella

siembro estrellas sobre la tierra del jardín
miro las flores iluminando la noche

(De Abrir las puertas del mar, 2004)



Las plantas carnívoras

el insecto
cansado de la vida
y del invierno
se acuesta
sobre un lecho de flores

(De Abrir las puertas del mar, 2004)




Alfredo Trejos (1977)


Pescados del mar

El mar no tiene perdón
cristo de repetidas lluvias
corazón del gran pez fijo del vacío.

Por saber tan poco
de la mujer que camina
sobre la cuerda floja de su espuma

el mar no tiene perdón.

(De Arrulo para la noche tóxica, 2005)



Corazón o residencia de invierno

Así como la oscuridad
conoce el agua
entra en el agua y ya no sale
el corazón se quedará para siempre
...............................en el pecho
como una balsa atrapada por el hielo.

(De Arrulo para la noche tóxica, 2005)




Luis Chaves (1969)


Pound, muerto, (un sueño)

A door closes
Behind me.

I am the key.

Finally,
No words,
No form.

I return now.
I rain.

(De Historias polaroid, 2000, 2001, 2009)



El objeto del deseo

Debajo de ese lunar tan sexy
crece en silencio
un tumor maligno.

(De Historias polaroid, 2000, 2001, 2009)



El ejercicio de la desproporción

Igual que en el dibujo del niño
donde la casa es del tamaño de la flor,
horizontal en media calle
antes de perder el conocimiento,
el atropellado ve unos zapatos
más grandes que la ambulacia.

(De Chan Marshall, 2005)



Teológica

Aquellas vacaciones prometimos creer en Dios si te bajaba la regla.

No te vino. Tampoco somos padres. Y Dios, bueno, será mejor que de verdad no exista.

(De Chan Marshall, 2005)