Este blog ha sido asaz consentidor con el género poético. Pues ya le llegó el turno a la narrativa, el género madre o padre donde caben todos los demás géneros.
Empecemos con Guillermo Barquero.
Empecemos con Guillermo Barquero.
Guillermo Barquero nace en 1979 en San José, Costa Rica. Ha publicado La Corona de espinas (cuento, 2005); compiló, junto a Juan Murillo, el volumen Historias de nunca acabar: Nuevo cuento costarricense, en preparación por la Editorial Costa Rica. Relatos suyos han aparecido en la revistas Voces (España) y Letralia (Venezuela) y en la antología Presagios de muerte y esperanza —Taller literario La Parrilla, Belén— (2009). Ha colaborado asiduamente con artículos de temas literarios para el periódico Ojo. Mantiene una bitácora de reseñas literarias con el nombre de Sentencias Inútiles en la dirección www.sentenciasinutiles.blogspot.com
Deselección antinatural
Lo digo sin afán de provocar lástima: fui pintor; no digo que era pintor, sino que fui pintor. Finito, se acabó hace tiempo. Entre cada puñado de trazos, chupaba el pincel, sentía el sabor dulce del pigmento y el diluyente entraba en mi organismo muy lento, y caía en un estado de gracia o narcosis, hasta terminar el cuadro completamente drogado. Ahora, sin brazos ni piernas, la pintura se acabó. Sería demasiado complicado explicar cómo, sin brazos, sin piernas ni prótesis, sin ninguna extremidad, escribo estas líneas.
Aclaro, porque es obligatorio: no soy escritor. Alguna vez, cuando se me habían arrancado dos de los dedos de la mano derecha, escribía poesía, incluso anunciaba a los cuatro vientos que era poeta. Ahora sé que no lo fui, no lo era, no lo soy, no lo seré; para ser poeta, se necesita estar imbuido de la constante idea de una muerte prematura, hace falta querer que a uno le peguen un tiro entre las cejas o que lo envenenen con algún fertilizante vulgar, o estar invadido por un sentimiento heroico en el que se quiere salvar el mundo, para al final morir acribillado en una callejuela infecta.
Pero yo nunca tuve ese arresto absurdo de los poetas, simplemente escribía versos al comenzar a pudrírseme los dedos de las manos, poco a poco, como un racimo de bananos ennegrecidos, que de tanto en tanto se caen, sin poderse hacer nada.
En algún momento, cuando solo me quedaban un muñón del lado izquierdo y dos dedos de una mano, decidí reclutarme en la oficina de correos; fue algo natural: mi padre había sido cartero. Entregaba sobres por todos lados, hablaba con la gente, que me miraba sin mala intención los brazos truncos, pero a la vez se admiraban de mi habilidad, que hacía parecer que había nacido así, que mi madre había tomado talidomida para no vomitar y me había mutilado inintencionadamente, en una oscura carnicería dentro de su vientre puntiagudo. Cuando los dedos se me comenzaron a caer –no es tan horrible como pudiera pensarse, era como ir perdiendo insensiblemente el cabello, y despertarse un día medio calvo, un poco melancólico por los tiempos idos de la juventud-, me dejaron de interesar las cartas y los paquetes, es decir, el acto de entregarlos, así que comencé a dedicarme a llevar sobres venidos de todas parte del mundo y paquetes rectangulares a mi casa, que realmente era un sucio cuarto de seis por ocho metros.
En las noches, me colocaba el aditamento que pretendía ser un garfio, pero que no tenía forma definida, cuyo filo era capaz de atravesar la carne –no pocas veces me corté el pellejo y sangré al afilar el aparato-, y con él abría sobres de manila, de cartón o de papel bond. Leía cartas por las noches, y seleccionaba las que fuesen de amor, sobre todo las de amor, que me ponía a leer al caer las madrugadas, sin afanes sensibleros, sin remordimientos por amores idos (que nunca tuve, por cierto), sino por algo parecido al acto de escribir poesía, cosa que no quiero ni voy a explicar en detalle.
Llegaba por mi paquete en la mañana, a la oficina de correos, por supuesto que sin ningún aditamento más que lo que me iba quedando de abdomen y lo poco de tórax que restaba, recogía las grandes bolsas, pesadas y grises. Decía buenos días compañeros y fingía preocupación por el arduo día de trabajo que me esperaba; bueno, aunque debo decir, con algo de orgullo, que caminaba muchas calles y entregaba algunos sobres y a veces recibía el agradecimiento de la gente, pero luego llegaba hasta mi habitación y pasaba el resto del día revisando, abriendo, rompiendo, leyendo, sobresaltándome y releyendo, anotando y cabeceando, cansado y narcotizado por las malas noticias, los desengaños y las mentiras tan, pero tan amargas. Lo que más costaba abrir eran los paquetes rectangulares, de los que esperaba siempre libros. Hallaba muñecas, carritos de baterías, comidas (lo cual no me disgustaba), lamparitas plegables de mesa (muy útiles en las noches); los libros: manuales de Merck de patología, quijotes, piosbarojas, panfletos de asquerosa política de izquierda y derecha. Casi nada que sirviera. Me costaba leer, además; lo hacía en un atril que había logrado desembalar de uno de los paquetes, pero la posición inclinada era un incómodo remedo de alguien sentado a la ventana leyendo.
En esos tiempos, también recibía visitas de amigos que, o se comportaban con una amabilidad enternecedora, o de verdad reconocían lo heteróclito que iba quedando; pude tener relaciones sexuales, sin gemidos y apenas con alguna que otra sensación; se me había caído ya la maxila y no tenía nariz, pero aún así gemía a mi manera, por dentro, como el grito desesperado de un sordomudo a quien le apuntan con una pistola.
Luego, me echaron, como era de esperarse, aunque no fue uno de esos despidos turbadores y humillantes, sino un amasijo de expresiones compungidas, de felicitaciones veladas y despedidas tristes como si se tratara de un aeropuerto; hubo abrazos en donde primero se pudo, era difícil encontrar algo aún en pie. Después de todo, no podía seguir ni robando ni entregando paquetes ni sobres, pues para ese entonces solo tenía un pedazo de una pierna, y de los brazos no quedaba más que sus nombres y su recuerdo, como vaguísimas reminiscencias de un pasado ni feliz ni triste, un pasado a secas. No quise más trabajos y no por vergüenza, ni por ser una especie de proscrito de la Edad Media, sino porque el desplazamiento era dificultoso en extremo; lo que no estaba negro, estaba morado, lo que no estaba como congelado desde una era glacial era un amasijo informe que no podía ser reutilizado. La pensión por invalidez me alcanzaba, por pura suerte.
Leí frenéticamente, primero con un solo ojo, luego sin ninguno, de una forma fragmentaria, porque tampoco tenía dedos ni extremidades (eso era cosa de un pasado lejanísimo), pero podía sentir los impulsos de las páginas y reía sin boca con los diálogos y las locuras de los franceses del siglo XIX y Dostoievski, porque cualquier cosa después de ellos me parecía deleznable. No leía en lo absoluto poesía.
Y es evidente que los espejos no mienten y, aunque no pudiera verme, sabía que el reflejo era el de una cosa que alguna vez fue humana, y honestamente no sentía vergüenza cuando me ponía de pie (lo cual es un decir) y esperaba el oscuro reflejo de varios órganos interconectados como las tuberías de gas de una de las grandes capitales del continente, una red de funciones, de pensamientos y anhelos.
Comencé a yacer más a menudo entre las sábanas manchadas, sabiendo que no eran muchas las cosas que podía hacer, menos lo que podía comer o beber, y aún menos lo que era capaz de distinguir en el paisaje de sombras de las noches. Esto fue hace siglos, pero bien podría ser lo que pensé antes de comenzar a escribir estas palabras. Y comencé a sentir algo como la nostalgia al pensar en mi vida de pintor, y busqué el caballete, lleno de manchas, que había dejado en la esquina más abandonada de este cuarto; encontré con dificultad los tubos de pintura y me convencí, de pronto, después de pensar y pensar, formado solo por un pulmón, una tráquea, un hígado y un puñado de cabellos pegados a un cuadro de piel en franca decadencia, que había sido un buen pintor, un artista íntegro al menos. Sin verla, siento la fuerza de mi última pintura, que está clavada en la pared sobre el respaldar de esta cama; es hermosa, es un retrato hermoso. No puedo verla, pero el aroma del óleo seco es inconfundible, baja desde la tráquea hasta el pulmón, mezclado apenas con el olor del cigarro.
Ahora, no sé cómo escribo estas líneas (¿Finales? ¿Prefiguradoras de algo?), para qué lo hago; no lo explicaré, es muy complejo o quizás completamente inútil. No es necesario explicar cada cosa ni buscarse gratuitamente amarguras en algún sitio enterradas.
Hay que aprovechar el tiempo en algo, tengo buenas oportunidades como objeto de exhibición en una morgue o una universidad, objeto de culto: un hígado inmóvil, flotando en un frasco lleno de formalina, sin tener que dar explicaciones, sin tener que hacer el esfuerzo de moverme; aún sin cabeza es posible anhelar, aunque no lo crean.
Pero yo nunca tuve ese arresto absurdo de los poetas, simplemente escribía versos al comenzar a pudrírseme los dedos de las manos, poco a poco, como un racimo de bananos ennegrecidos, que de tanto en tanto se caen, sin poderse hacer nada.
En algún momento, cuando solo me quedaban un muñón del lado izquierdo y dos dedos de una mano, decidí reclutarme en la oficina de correos; fue algo natural: mi padre había sido cartero. Entregaba sobres por todos lados, hablaba con la gente, que me miraba sin mala intención los brazos truncos, pero a la vez se admiraban de mi habilidad, que hacía parecer que había nacido así, que mi madre había tomado talidomida para no vomitar y me había mutilado inintencionadamente, en una oscura carnicería dentro de su vientre puntiagudo. Cuando los dedos se me comenzaron a caer –no es tan horrible como pudiera pensarse, era como ir perdiendo insensiblemente el cabello, y despertarse un día medio calvo, un poco melancólico por los tiempos idos de la juventud-, me dejaron de interesar las cartas y los paquetes, es decir, el acto de entregarlos, así que comencé a dedicarme a llevar sobres venidos de todas parte del mundo y paquetes rectangulares a mi casa, que realmente era un sucio cuarto de seis por ocho metros.
En las noches, me colocaba el aditamento que pretendía ser un garfio, pero que no tenía forma definida, cuyo filo era capaz de atravesar la carne –no pocas veces me corté el pellejo y sangré al afilar el aparato-, y con él abría sobres de manila, de cartón o de papel bond. Leía cartas por las noches, y seleccionaba las que fuesen de amor, sobre todo las de amor, que me ponía a leer al caer las madrugadas, sin afanes sensibleros, sin remordimientos por amores idos (que nunca tuve, por cierto), sino por algo parecido al acto de escribir poesía, cosa que no quiero ni voy a explicar en detalle.
Llegaba por mi paquete en la mañana, a la oficina de correos, por supuesto que sin ningún aditamento más que lo que me iba quedando de abdomen y lo poco de tórax que restaba, recogía las grandes bolsas, pesadas y grises. Decía buenos días compañeros y fingía preocupación por el arduo día de trabajo que me esperaba; bueno, aunque debo decir, con algo de orgullo, que caminaba muchas calles y entregaba algunos sobres y a veces recibía el agradecimiento de la gente, pero luego llegaba hasta mi habitación y pasaba el resto del día revisando, abriendo, rompiendo, leyendo, sobresaltándome y releyendo, anotando y cabeceando, cansado y narcotizado por las malas noticias, los desengaños y las mentiras tan, pero tan amargas. Lo que más costaba abrir eran los paquetes rectangulares, de los que esperaba siempre libros. Hallaba muñecas, carritos de baterías, comidas (lo cual no me disgustaba), lamparitas plegables de mesa (muy útiles en las noches); los libros: manuales de Merck de patología, quijotes, piosbarojas, panfletos de asquerosa política de izquierda y derecha. Casi nada que sirviera. Me costaba leer, además; lo hacía en un atril que había logrado desembalar de uno de los paquetes, pero la posición inclinada era un incómodo remedo de alguien sentado a la ventana leyendo.
En esos tiempos, también recibía visitas de amigos que, o se comportaban con una amabilidad enternecedora, o de verdad reconocían lo heteróclito que iba quedando; pude tener relaciones sexuales, sin gemidos y apenas con alguna que otra sensación; se me había caído ya la maxila y no tenía nariz, pero aún así gemía a mi manera, por dentro, como el grito desesperado de un sordomudo a quien le apuntan con una pistola.
Luego, me echaron, como era de esperarse, aunque no fue uno de esos despidos turbadores y humillantes, sino un amasijo de expresiones compungidas, de felicitaciones veladas y despedidas tristes como si se tratara de un aeropuerto; hubo abrazos en donde primero se pudo, era difícil encontrar algo aún en pie. Después de todo, no podía seguir ni robando ni entregando paquetes ni sobres, pues para ese entonces solo tenía un pedazo de una pierna, y de los brazos no quedaba más que sus nombres y su recuerdo, como vaguísimas reminiscencias de un pasado ni feliz ni triste, un pasado a secas. No quise más trabajos y no por vergüenza, ni por ser una especie de proscrito de la Edad Media, sino porque el desplazamiento era dificultoso en extremo; lo que no estaba negro, estaba morado, lo que no estaba como congelado desde una era glacial era un amasijo informe que no podía ser reutilizado. La pensión por invalidez me alcanzaba, por pura suerte.
Leí frenéticamente, primero con un solo ojo, luego sin ninguno, de una forma fragmentaria, porque tampoco tenía dedos ni extremidades (eso era cosa de un pasado lejanísimo), pero podía sentir los impulsos de las páginas y reía sin boca con los diálogos y las locuras de los franceses del siglo XIX y Dostoievski, porque cualquier cosa después de ellos me parecía deleznable. No leía en lo absoluto poesía.
Y es evidente que los espejos no mienten y, aunque no pudiera verme, sabía que el reflejo era el de una cosa que alguna vez fue humana, y honestamente no sentía vergüenza cuando me ponía de pie (lo cual es un decir) y esperaba el oscuro reflejo de varios órganos interconectados como las tuberías de gas de una de las grandes capitales del continente, una red de funciones, de pensamientos y anhelos.
Comencé a yacer más a menudo entre las sábanas manchadas, sabiendo que no eran muchas las cosas que podía hacer, menos lo que podía comer o beber, y aún menos lo que era capaz de distinguir en el paisaje de sombras de las noches. Esto fue hace siglos, pero bien podría ser lo que pensé antes de comenzar a escribir estas palabras. Y comencé a sentir algo como la nostalgia al pensar en mi vida de pintor, y busqué el caballete, lleno de manchas, que había dejado en la esquina más abandonada de este cuarto; encontré con dificultad los tubos de pintura y me convencí, de pronto, después de pensar y pensar, formado solo por un pulmón, una tráquea, un hígado y un puñado de cabellos pegados a un cuadro de piel en franca decadencia, que había sido un buen pintor, un artista íntegro al menos. Sin verla, siento la fuerza de mi última pintura, que está clavada en la pared sobre el respaldar de esta cama; es hermosa, es un retrato hermoso. No puedo verla, pero el aroma del óleo seco es inconfundible, baja desde la tráquea hasta el pulmón, mezclado apenas con el olor del cigarro.
Ahora, no sé cómo escribo estas líneas (¿Finales? ¿Prefiguradoras de algo?), para qué lo hago; no lo explicaré, es muy complejo o quizás completamente inútil. No es necesario explicar cada cosa ni buscarse gratuitamente amarguras en algún sitio enterradas.
Hay que aprovechar el tiempo en algo, tengo buenas oportunidades como objeto de exhibición en una morgue o una universidad, objeto de culto: un hígado inmóvil, flotando en un frasco lleno de formalina, sin tener que dar explicaciones, sin tener que hacer el esfuerzo de moverme; aún sin cabeza es posible anhelar, aunque no lo crean.
15 comentarios:
Álex, me parece excelente esta iniciativa de abrir el blog para presentarnos diferentes escritores. También, me parece muy bien que lo hagás con narrativa. Además, en este caso con una voz joven como la de Guillermo, de quien se debe recomendar su cuentario: "La corona de espinas".
En cuanto al relato, es un buen ejemplo del manejo narrativo que tiene Barquero. Y no puedo más que suscribir, muerto de risa, los párrafos donde critica la poesía.
Saludos para los dos.
Igual que Gustavo, coincido con tu noble iniciativa, y presentar en tu caso Alex a nuestros narradores, es casi "apadrinar" y "validar" su trabajo, cuando viene de quien muchos consideramos en vos a nuestro más notable narrador. !!!!!
Y bueno, Guillermo definitivamente revela en en su relato las cosas que son indispensables en el relato breve: concisión y contención. Hay algo que invitablemente me recordó a Menen Desleal - el magnífico narrardor salvadoreño -, una manera de narrar aparentemente inhumana e inescrupulosa, pero es aparente, genera una comezón y esa sensación de asfixia, y eso es maravilloso, porque un texto así obliga a utilizar los sentidos además de la razón.
En hora buena, y espero pronto por mi parte subir mi pequeña reseña de "La Corona de Espinas" que ya hace fila en mi blog.
Saludos!!!!
me gustó el relato. en lugar de una casa tomada, e sun como la expulsión que pudiera sufrir alguien de su propio cuerpo. xelente
Dicen los antiguos que en el higado reside el alma.
Me parece que este es el cuento de un personaje que Memo pinto y luego borró.
Esta símil me pareció excelente: pero aún así gemía a mi manera, por dentro, como el grito desesperado de un sordomudo a quien le apuntan con una pistola.
Buen cuento, como tantos otros que tiene Memo. Esperamos que pongás más.
Asterión:
Muchas gracias. Prácticamente te has hecho eco de mis intenciones. Barquero es uno de un grupo de nuevos narradores muy talentosos que hay que divulgar.
Guega:
Creo que me sobrevalorás, hermano, y eso se debe a lo poco que conocemos a la nueva camada de narradores costarricenses, entre los que vienen Juan Murillo, Esteban Ureña, vos mismo, Jessica Clark, Catalina Murillo, Heriberto Rodríguez, Warren Ulloa y otrs más cuyos nombres lamentablemente ahora no recuerdo. Pero el hecho es que esa convicción de una buena cosecha literaria es lo que me da este aire de optimismo. Ya veremos si el tiempo, juez macabro, me da la razón.
Tetrabrik y Juan:
Interesantes asociaciones. No se me habían ocurrido, pero sí, tienen razón en hacerlas. Eso es lo que se le puede sacar a un buen relato. Memo debe sentirse satisfecho.
Excelente iniciativa, Álex. Este cuento está solo. Mu buena elección.
¡Excelente cuento! Me encanta la precisión del lenguaje y la forma en la que el narrador te va envolviendo en su propio proceso de desprendimiento de todo. Otro aspecto notable es la sequedad del relato, la ausencia de nostalgia (por ejemplo al final, cuando vuelve a su pintura) lo cual le da fuerza y credibilidad.
No sé hasta qué punto puede hablarse de una tendencia en la narrativa centroamericana más reciente, pero me llama mucho la atención el uso del cuerpo como depósito de todo un estado del ser, como si el vacío político, social o utópico hallara su última expresión en la carne misma, en las vísceras. No es el primer cuento que leo al respecto, pero éste sin duda es uno de los mejores y uno de los pocos en que es el cuerpo masculino el objeto de un cuidadoso desmembramiento. No es, sin embargo, un relato pesimista, hay al final una clave, un anhelo, que no por carecer de asidero en un cuerpo, no por carecer de explicación, deja de ser válido. Podría decir a vuelo de pájaro que “Deselección” está emparentado con “El viaje a la semilla” de Carpentier, aunque en el cuento del cubano hay cierta certeza de los orígenes, hay una deconstrucción de un concepto de ciudadano distinto al de Barquero. En “Deselección” priva la soledad, la ausencia de proyectos comunes, y quizás por eso el personaje se decide a robar historias ajenas y productos de consumo.
Muy buena historia en verdad.
Gustavo Adolfo:
Como vos decís, "este cuento está solo". Memo Barquero es un de los mejores jóvenes narradores de CR que todavía ven su trabajo discretamente ninguneado por la oficilaidad... Pero bueno, seguimos en la brega.
Uriel:
Tu fino escalpelo de cirujano literario le ha hecho mucha justicia al texto de Memo. Gracias por tus comentarios.
Como es Guille, parece a Kaká, el jugador brasileño, dicho jugador sabe hacer con la bola, igual lo hace Memo con la palabra.
Y pura vida por el empujon a todos los que estamos empezando. Abrazo y parrilladita pronto, pronto...
Warren:
Con mucho placer, por los compas.
amigo gracias por las cosas que me decis
La crítica se las dejo a la pléyade, yo simplemente comento que me encantó el cuento......me acordó una vez que me llevaron a la morgue de la UCR, fue una mezcla de sensaciones rarísimas.....hasta corrí pedazos de piel.....es más como si el cuerpo lo diseccionara a uno....(su cuento)
La crítica se las dejo a la pléyade, yo simplemente comento que me encantó el cuento......me acordó una vez que me llevaron a la morgue de la UCR, fue una mezcla de sensaciones rarísimas.....hasta corrí pedazos de piel.....es más como si el cuerpo lo diseccionara a uno....(su cuento)
Es un gran cuento, Karlita.
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