Jack London nunca pelaba la mazorca ante las cámaras.
Todos tenemos secretos, manías y costumbres que no revelamos a los demás o que disimulamos de manera a veces ridícula. (Yo, por ejemplo, [y entre mis muchos defectos] soy un rifle chocho: disparo primero y luego pienso. He tratado de corregir esta maña de escribir primero con el hígado y el corazón y luego con el cerebro, pero no parece surtirme efecto. Esta falta de parsimonia y ecuanimidad solo me da buenos resultados cuando estoy dormido [o cuando estoy haciendo literatura]).
Pero no soy el único. Todos tratamos de encubrir nuestros pequeños defectos, sean físicos o no. He aquí unos ejemplos:
De sonrisa enigmática... a problema dental. Hay más de una Mona Lisa wannabe en nuestro mundo.
Jack London nunca mostraba los dientes ante la cámara porque le faltaban los dos delanteros superiores. Según cuenta la leyenda, se los apearon en una bronca de gamberros cuando tenía 16 años. ¿Por qué nunca se corrigió este defecto? Se oyen explicaciones.
Not so Frenchy.
Cuenta el muy cínico pero igualmente talentoso Cabrera Infante que Alejo Carpentier tenía el curioso hábito de exagerar su "afrancesamiento" (Vidas para leerlas, Alfaguara, 1998). Una tarde en que Carpentier dirigía a unos obreros en una restauración algo salió mal y a Carpentier se le salió el criollo-francés-suizo-ruso-chileno que tenía adentro. Sin embargo, no le salieron los "cajrajos" galos de rigor sino el "carajo" cubano pleno y castizo. Y sigue acotando nuestro infame Cabrera que el acento francés en Carpentier era muy "proper" y muy "demodé". Lo llevaba a todas partes, desde la biblioteca a la ducha y desde la cama a la sala de conferencias... EXCEPTO, si se salía de las casillas. Porque cuando se ponía como un mihura Carpentier hablaba, o más bien, gritaba como cualquier cubano encanfinado. Y eso ya es mucho decir.
Otro dato, el padre de Carpentier era de apellidos Álvarez Carpentier, francés, pero obviamente de origen latino. El hecho de que Carpentier no usara el primer apellido de su padre da cierto crédito a las puyas de Cabrera Infante...
¡Ah esos cubanos, siempre llenos de bellas contradicciones!
Edith Piaf fue conocida como el Gorrioncito de París y como el Gorrioncito Negro. Ninguno de los apodos es gratuito.
Gorrioncito porque era sumamente menudita, apenas 1.42 mts. de estatura, y porque hacía gorgoritos al cantar; una suerte de vibrato muy particular que la diferencia de otras cantantes famosas. Y lo de "París" es obvio: la cantante era parisina (o "parisiense", como insiste la RAE, aunque por dicha ya nadie le hace caso).
Lo de Gorrioncito Negro tiene también su razón. Edith nunca se apeaba el vestidito negro estilo Coco Chanel que siempre usaba. Una recomendación de su amigo y patrón Louis Leplée. Este "disfraz" profesional tenía tres razones de ser. Primero el vestidito negro de la Coco estaba de moda entre el medio artístico de París. Luego ayudaba a que el público se concentrara en la música y no en la imagen de Edith (exactamente lo contrario de hoy día). Y tercero y más importante, disimulaba la bajísima estatura de la Piaf. Y si creen que este factor no era importante, fíjense en la foto de más arriba. El maridillo de turno tenía una estatura media, mientras que Edith era media... bueno, ya me entienden.
Edith canta No me arrepiento de nada enfundada en su legendario vestidito negro.
Cuando los amigos de Ludwig van Beethoven llegaban a su casa el maestro podía escuchar en su mente el TÁ ta ta TAAAAÁ de su quinta sinfonía y esperar ser importunado durante varias horas.
El genio de Bonn tenía un sucio secreto que ningún cineasta se ha atrevido a revelar. (Aquí en versión Warhol).
Cada vez que los amigos y familiares cercanos de Ludwig lo visitaban, debían vérselas con dos ingentes monstruos. El primero era el carácter del maestro; agresivo, violento, indómito y flagrantemente grosero. No permitía que le quitaran nada de su lugar ni que le movieran un solo mueble, porque Beethoven, hay que decirlo, era un absoluto cerdo. Toda su casa era un campo de guerra entre quienes le querían limpiar el lugar y el maestro con melena y modales de león. Pero eso no era lo peor: lo peor, amigos era el maestro en sí. Su olor corporal era tan ofensivo que a veces había que hablarle con pañuelo en la cara para no ranchearle el piso ya de por sí hecho una porqueriza.
Y el asunto era sencillo: Ludwig no se cambiaba de ropa, como tampoco frecuentaba el baño, a no ser para hacer pupú. Los amigos llegaban con ropa nueva y lo obligaban a mudarse, pero con la sucia ya no había nada que hacer. Generalmente la quemaban en el patio de sus apartamentos (o "departamentos" como dicen ahora los ticos mexicanizados).
Afirman que con el tiempo fue más tolerante con la limpieza de sus habitaciones, pero con su ropa todo siguió igual hasta el final; chuica que se quitaba, chuica que había que quemar.
Pero bueno, genio es genio, y Beethoven en ese sentido es como la madre: hay que quererlo aunque sea envuelto en mierda.