
Zeus, padre de los dioses olímpicos, se enamoró de un jovencito llamado Ganimedes [1], príncipe de Troya, hijo del rey Tros y de la ninfa Calírroe. No pudiendo contener más su pasión, el Padre de los dioses se lanzó a la cacería y asumiendo la forma de una águila gigantesca secuestró al chico una mañana en que este se encontraba pastoreando en las colinas cercanas a su hogar. En virtud del alto rango del muchacho, Zeus se vio compelido a resarcir a Tros con una vid de oro (obra de Hefestos) y dos bellos corceles. Así nació lo que la historia occidental conoce como el caso más sonado de pederastia en la antigüedad. Sin embargo, esta versión, la más común hoy día, no era la que estaba en boga en el 400 a. C. Los griegos clásicos no cesaban de afirmar que la homosexualidad, viérasele como se le viera, era un producto original y exclusivamente cretense (a pesar de su éxito posterior como moda sexual en todo el mundo heleno). La leyenda que ellos narraban daba al Padre de los Dioses un papel más comedido, donde solo se limitaba a ordenar al rey Minos que tomara al adolescente como su amante. Así pues, Minos secuestra a Ganimedes, recompensa a Tros con obsequios y se lleva a su nuevo amiguito para Creta donde vive felizmente con él. El mito no cuenta cómo reaccionó Pasifae, esposa de Minos, ante todo esto, pero es más fácil imaginársela engañándolo con un toro a partir de las múltiples infidelidades del rey.
A pesar de ser Creta la cultura madre de los griegos de Perícles y Solón, la isla gozaba en su época de muy poco prestigio entre los helenos. Los cretenses eran tenidos por concupiscentes y borrachos, amantes del sexo con muchachitos y perezosos en el habla. Todo era probablemente cierto, pero hay que decir a su favor que estos términos también definían a buena parte de la población griega rural. En Arcadia, Tracia y Beocia la situación no era muy diferente. Por eso, cada vez que un ateniense se metía en líos por andar en romances con un chico, culpaba a los pobres cretenses, que es bueno decirlo, no tenían nada de culpa en el asunto. Para los hijos de Creta, las relaciones humanas eran más naturales y espontáneas que en la rígida y pomposa Atenas. Si un hombre se enamoraba de un muchacho de 12 o más años, los padres recibían de él una especie de “aviso de rapto”, y el día convenido se presentaba en la casa de sus suegros para ser cuestionado por estos. Si se le consideraba un pretendiente digno de su hijo, el hombre se llevaba al muchacho y desaparecía con él a vivir en el bosque durante dos meses completos. A la vuelta, el adolescente debía traer consigo una copa, una pieza de armadura y un buey [2], prueba de que la relación estaba consumada. Los atenienses, por su parte, veían esta costumbre como bárbara y primitiva porque para ellos el hombre debía seducir al chico por medio de la palabra [3], y luego, si el muchachito se dejaba seducir, debía ser como sacrificio en “agradecimiento” a las atenciones y enseñanzas del hombre, es decir, la paideia en todo su esplendor. El muchacho debía mantenerse de pie, no ver al hombre directamente a la cara y no permitir jamás el sexo anal. (Si lo hacía, corría el riesgo de perder su ciudadanía, es decir, su condición de “hombre” [4]). El pobre amante debía satisfacerse interfémora y no esperar del chico ningún otro tipo de retribución. Las leyes atenienses en este sentido eran tan rígidas que un historiador contemporáneo ha comparado a la Atenas clásica en su conducta sexual con la Inglaterra victoriana. Y lo que es peor, este código de conducta ciudadana para los hombres y muchachos refleja, con toda claridad la profunda misoginia de los atenienses. Para ellos el sexo anal era conducirse como una mujer, es decir, “como un ser inferior”; mientras que en el caso de los cretenses —hay que recordarlo— había todo un sustrato cultural prehelénico donde las relaciones humanas parecían haber sido mucho más igualitarias. Algunos antropólogos contemporáneos afirman, incluso, que la mujer cretense tuvo una posición de poder en su sociedad. Por esta razón los cretenses no veían con mala cara el sexo anal entre hombres, precisamente porque no había prejuicios en su cultura contra lo femenino en el eros, ni contra lo femenino en general.
Platón padecía de sentimientos de culpa por su homosexualidad. En el Fedro trata de justificar las relaciones con sus alumnos por medio del mito de Ganimedes, pero más adelante, en Las Leyes, fustiga la sodomía llamándola “un nefasto invento de los cretenses”. Esto no habría tenido mayor trascendencia de no ser porque la filosofía platónica, eventualmente, se diseminó por todo Occidente, dando cabida a la cultura patriarcal de censurar tanto al homosexual como a la mujer. Ya nadie recordaba, para inicios del cristianismo, el papel importante e igualitario que habían tenido siglos atrás tanto las mujeres como la gente gay en general con respecto al hombre heterosexual.
Esta historia no puede acabar sin antes mencionar otra isla mítica, en este caso Lesbos, patria de la poetisa Safo y hogar de una escuela para muchachas que, según la historia, tuvo mucho éxito en su tiempo. Lamentablemente la escuela decayó y desapareció tras la muerte de su fundadora. Lesbos es tenida en Occidente como el hogar del lesbianismo porque se dice que Safo era amante del amor entre mujeres y en su escuela las muchachas tenían espontáneamente relaciones con sus amigas cuando lo quisieran. Una suerte de paraíso que recordaba, aunque remotamente, el paraíso perdido de Creta.
Estas dos islas, cunas míticas de lo gay/lésbico, se encuentran en lo que Homero llamaba “el mar de aguas oscuras como el vino”, es decir, el Egeo, el mundo que ha creado muchas de las más brillantes ideas y muchos de los más monstruosos prejuicios. O para decirlo de una manera oximorónica: un mundo totalmente dionisiaco.
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[1] Significa: “el que se regocija en la virilidad” (se entiende que de otros). Aunque Robert Graves vino a lanzar la manzana de la discordia al afirmar que se debe interpretar como “el que se regocija en su (propia) virilidad”, aludiendo a los desposorios de un hombre con una mujer.
