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miércoles, septiembre 16, 2009

APOTEOSIS DE LUCY


La iglesia estaba fría pero así lo querían los dos. Ya promediaban las tres de la mañana y no se escuchaba un alma en torno sino como en pequeñas ráfagas, en minúsculos susurros que es como llegan los sonidos cuando la ciudad duerme. Es quizá la voz de los espantos escondidos entre las viejas y aceitosas cortinas de los confesionarios o el murmullo de los taxistas somnolientos ya enrumbando perezosamente hacia sus casas. Lucy baja lentamente el reclinatorio de la banca y se sienta un poco ladeada para admirar el maravilloso sonido que produce la soledad acompañada de la luz refractada en los vitrales. Quiere encender unas candelas pero teme que eso llame la atención de algún insomne guarda nocturno. Ladea entonces la cabeza hacia la izquierda y le hace una señal a Manfred para que se acerque. El otro se ha quedado cerca de la estatua de San Martín de Porres admirando la artesanía de las piadosas tejedoras peruanas. La casulla negra parece refulgir en el suave lamento del silencio nocturno y el muchacho, totalmente seducido por los millones de tonos oscuros del santo iluminado, se quedaría ahí hasta el amanecer si no es porque su novia lo pistea nerviosamente hasta que algo en él viene al rescate y tiende de nuevo el puente de hamacas con la realidad. Camina entonces lentamente hasta las bancas como si hiciera trencito a lo Alan Strang y no deja de hacerlo hasta que las rodillas dan naturalmente con la fría madera de los reclinatorios. Mira hacia abajo y reconoce el oscuro bulto de Lucy desnuda y en gesto de elevar al cielo una plegaria. Es una copia fiel de la Santa Teresa de Pierre et Gilles en gesto de sostener la cruz de madera y unas rosas fucsia en el pecho. La obvia diferencia es la desnudez y la piel de gallina que ya trepa por los muslos de la muchacha. Manfred pierde en ese instante la coordinación y cae encima de la banca casi como un peso muerto. El pobre tonto por poco se rompe la cara en el viejo laqueado donde generaciones de culos piadosos han sudado el terror de los infiernos. Pero para cuando Manfred por fin yergue la cara, una neblina azul se ha levantado por la nave central del edificio y comienza a brillar de forma inusual. Lucy se aferra más a la cruz en tanto que el muchacho torpe, con la nariz golpeada por el tropiezo, divisa a su amiga justo en el momento en que la neblina llega hasta ella y esta va poniendo, poco a poco, una cara de éxtasis y los ojos en un total blanco azafrán. Manfred se levanta de su asiento temblando para ver mejor aquel milagro de su novia-de-repente-devenida-en-santa-de-todos-los-desamparados-del-amor-erótico-y-genital. Lucy continúa levitando y luego sube lentamente hasta el espinazo de la nave central ya cerca de los candelabros. Va tomando con toda natural tranquilidad la pose de Cristo crucificado versión Corpus Hypercubus de Dalí y de sus brazos ahora extendidos caen la cruz y las flores. El crucifijo se despedaza contra las frías losas en tanto que las rosas van descendiendo en cámara lenta hasta llover suavemente sobre el largo cabello rubio del muchacho. Es en ese preciso instante en que Manfred entiende la fuerza totalizadora de aquel gran milagro y cae por tierra postrado por su propio peso de pez pe(s)cador. Lucy abre un tanto los ojos y sonríe con dulzura teniendo en frente a alguna de las Supremas Deidades por lo que empieza a emitir extraños y cadenciosos sonidos. Si Manfred estuviera de verdad a la altura de las circunstancias, entendería que aquello son los versos más hermosos que se pueden recitar en asirio o babilonio antiguo. También hay frases en arameo del tercer siglo y una pizca aquí y allá de siriaco del primer milenio. Todas, en definitiva, lenguas semitas de la más pura estirpe para adorar al verdadero Dios Poseedor, al Baal Transmisor de la Única y Verdadera Gracia, la gracia de est... ... ... ... ... ...pero Manfred se pone a llorar como un niño mientras se desnuda también en medio de aquel milagro de milagros entre la neblina de las tres de la mañana. Lucy pega un grito horrendo en ese instante triunfal en que recibe de su Dios los estigmas de la pasión y de inmediato le empiezan a sangrar la frente, las manos, los pies y la vagina. Manfred se hinca debajo de la Diosa Sufriente y percibe cómo la cálida sangre le va cubriendo el pelo, los hombros y el miembro ahora inusual y fuertemente erecto... los dos lloran, cantan o gritan juntos hasta que Manfred en media danza sufi pega la cabeza contra un confesionario y cae inconsciente. Lucy queda así condenada a milenios de augusta soledad. Soledad en la que seguirá sangrando sobre el cuerpo de Manfred para mantenerlo vivo y caliente. Durante y después de ese baño sagrado, solo hay sombras en la memoria de ambos muchachos... ... ... ...

Cuando Lucy por fin despierta a la seis de la mañana, tiene frente a sí a un joven sacristán que le ofrece un vaso de agua. Está vestida, pero por más que busca en todas partes nunca vuelve a saber nada del crucifijo roto, las flores de San Martín de Porres o de su amigo Manfred... ...

Toamdo de Canciones a la muerte de los niños, San José, Editorial Costa Rica, 2008.

5 comentarios:

José P. M dijo...

Muy bella prosa, me cautiva muchísimo este texto. Por cierto que la descripción de la iglesia me recuerda el inicio de un cuento de Las Diabólicas.

Saludos,

J.P

depeupleur dijo...

Este fragmento me gusto mucho, yo tengo mi propia versión de la mujer crucificada en el cuento Mujer que duerme de mi primer cuentario, es una imágen escabrosa y plurisimbólica.

Anónimo dijo...

Como dice J.P., uno de los buenos ejemplos de bella prosa de parte de Álex. Partes como esta, tal y como he señalado en reiteradas ocasiones, son de lo mejor de tu repertorio.

Saludos.

Germán Hernández dijo...

Fantasmal...!!!!

Y curiosamente una constante... hay tantas transformaciones en tus narraciones... interesante, no?

Alexánder Obando dijo...

Gracias a todos por sus opiniones y por pasar por el barrio.