
En el mes de setiembre de 1998, me encontraba frente a la pantalla de la compu escribiendo El más violento paraíso. Estaba cansado, entumecido y creo que hasta muy saturado del gore propio de los relatos sobre Gilles de Rais. La novela me había conducido a un estrecho callejón de sadomasoquismo y me empezaba a sentir "raro", es decir, fuera de lugar... como si ese texto y yo ya no estuviéramos dialogando. No le estaba huyendo a la violencia (de eso estoy seguro) sino al propio Mariscal de Francia, al propio señor de Machecoul que me tenía preso en su torbellino de sangre de sótano, de icor envejecido, maloliente y agusanado. En síntesis ya estaba harto de Gilles de Rais y de sus primos y magos depredadores. Estaba cansado de castillos oscuros, de grimorios antiguos y güilas sacrificados a toda hora. Era obvio que la mente me pedía a gritos un relevo, un cambio aunque solo fuera de ambiente. Entonces decidí "refrescar" el espíritu terciando hacia otro rumbo literario. Cerré la página que estaba escribiendo, abrí otra en blanco y empecé un texto completamente nuevo y diferente a El más violento paraíso. Pero ningún corazón, -como reza el viejo refrán- es traidor a su dueño. Por más que quise distanciarme de aquel sabbat lo único que logré fue caer en terrenos más cercanos, en los alrededores de San Pedro, para ser más exacto. Caer pues, en el mundo de Sergio, Cachi y Lucy. Caer en el triste domicilio de Canciones a la muerte de los niños.
Los detonantes y antecedentes para esta obsesión con la muerte de cachorros es compleja y antigua. La muerte de tantos jóvenes inocentes en la Guerra de las Malvinas tuvo mucho que ver. Luego Pixote, una cinta brasileña sobre el crimen infantil. Luego la realidad de Rio y de Sao Paulo, lugares donde los dueños de hoteles pagan bandas de exterminadores para sacar a los niños y adolescentes de las calles, pero por medio de las balas, los secuestros y las ejecuciones sumarias. Luego empezó a suceder lo mismo en Honduras, en México y en Costa Rica. Las maras de hoy no son más que una actualización de esa sempiterna canción a la muerte de los niños.
Pixote, la ley del más débil, (1981).
Pronto caí en cuenta de que el panorama era mucho más vasto. La guerra convencional tiene su "algo" de infanticidio. ¿Por qué no mandar a millones y millones de muchachos a morir? Desde el punto de vista de los machos alfa, es decir, de los gobernantes de la Tierra, aquello tiene mucho sentido. Destruye a los jóvenes machos que podrían competir con los mayores por las hembras y de paso los usa como peones en el juego de poder de los alfa. No sé si esto tiene mucho sentido para los machos heterosexuales, pero para mí, como macho homosexual, es francamente aterrador. Les propongo una imagen arquetípica: un canpo de batalla en algún bosque del mundo lleno de soldados caídos. También hay ametralladoras, cañones, artillería y hasta cadáveres de caballos dispersos por doquier. Suena convencional, pero cambiémosle un detalle: en lugar de soldados son soldadas: 250 mil cuerpos de mujeres entre los 18 y los 40 años caídos y dispersos por todo el bosque. 250 mil proyectos de belleza vital corrompiéndose a la luz de la bruma matutina. El olor a carroña y la imagen de pechos sangrantes, cabellos enmarañados y labios ennegrecidos cubre todo el paisaje... ... y aun así... ... aún así hay hombres heterosexuales que se extrañan mucho ante la aversión espontánea que tanta mujer siente ante la guerra. Pero el ciclo no parece detenerse. La mayor parte de las culturas son proclives a la muerte de los machos jóvenes.
Y luego las paradojas; el mundo al revés. En el culto dionisíaco primitivo las hembras sacrifican cachorros de toda especie, cuando no hombres maduros, como en el mito de Penteo. Pero es solo eso: una paradoja. La muerte habitual le corresponde al macho joven.
Hay cosas que no puedo decir. No puedo decir que mis novelas, su sangre, su muerte, su dureza son todas producto exclusivo del entorno, pues algo o bien mucho de mi propia perosnalidad retorcida debe haber en todas ellas. Pero eso nos lleva a la recepción que han tenido en manos de algunos. ¿Consonancia cósmica? ¿Zeitgeist? ¿Comunión entre torciditos? puede que haya un poco de todo, pero también hay asco, mucho malestar por vivir en medio de tanta farsa y simulacro. Las novelas son tanto un producto mío como de mi época. Y de mi espacio, es decir... Costa Rica. Este vergel de la paz perpetua es también un lagar de gusanos y ojalá que a nadie se le olvide eso. Por eso Canciones a la muerte de los niños está escrita como está... porque es una novela costarricense.
Jóvenes soldados marchando en celebración del triunfo liberacionista sobre las fuerzas de Calderón, 1948. Los muertos, de ambos bandos, se quedaron en casa.
Escribo todo esto a la luz de una ocasión especial para mí. El 18 de junio pasado se cumplieron los dos primeros años de la publicación de Canciones... un momento agridulce porque fue acompañado por el asesinato, esa misma noche, de Julito Acuña. Mordaz y ácida convergencia que ya me va a doler para toda la vida. Pero nada se puede hacer salvo echar la máquina de la inútil nostalgia un poco más hacia atrás.
Cuando fui invitado por alguien a compartir mi segunda novela con la ECR, creí que me había ganado el cielo. Y así fue, salvo que esa invitación le costó sangre y sudor a varias personas dentro de la institución. Un pequeño grupo deseaba publicarme y otro, mucho más grande, deseaba no hacerlo. Ese estira y encoge me obligó a escribir un ensayo sobre mi propia novela a solicitud de la misma editorial. Luego vino la firma del contrato, justo antes de que cambios de personas claves dentro de la editorial intensificara más mi incómodo estatus de novelista non grato. Pero el texto salió adelante. Gracias a la bondad y defensa de Guillermo Fernández, Alfonso Chase, Albino Chacón, Mabel Morvillo y otras varias personas, el proyecto no sucumbió. E igualmente, los departamentos de edición, legal, difusión y diagramación me trataron como a un rey. Y entonces, ¿de qué me quejo? No me quejo de nada. Solo me remito al refrán popular mexicano: "No lloro, pero me acuerdo".
Canciones... parece ser la niña con poliomelitis de entre mis dos novelas. Tal vez por eso la cuido más y tal vez por eso me duele más. Algunas personas la consideran 400 páginas de pornografía pura mientras otros sospechan que podría estar hecha para "burlarse del paradigma de lo costarricense"☺. Y a pesar de todo eso, CMN ha tenido una vida de princesa desde el principio: algunos profesores de Estudios Generales (UCR) la han usado para sus clases, mientras que en la Escuela de Filología y Literatura (también UCR) es parte del currículo del curso Literatura Costarricense III. La muy idiota no se puede quejar. Como tampoco me puedo quejar yo.
Entonces, si ese es el caso, "corramos aquí un delicado velo de pudor" y pasemos a lo último: GRACIAS, LECTOR. SIN VOS YO NO SOY NADIE. Me rehuso a cometer ese delito de falsa modestia que dicta que el escritor, en principio, escribe para sí mismo. Un asunto diferente es tener que escribir porque no se tiene alternativas, pero el texto como tal, siempre va hacia los otros; es para los otros.
Comentarios a Canciones a la muerte de los niños:
Adriano Corrales Arias.
Alfonso Chase 1.
Alfonso Chase 2.
Fabio Mena Cordero.
Felipe Granados.
Gustavo Solórzano Alfaro.
Juan Murillo.
Warren Ulloa Argüello.
Texto de A. Obando para la ECR