Cuando cumplí los ocho años, empecé a ver la vida un poco distinto. Ya sabía que mi madre guardaba un secreto debajo de su gran cama “queen size”. Ya la había encontrado un par de veces, hincada o de cuclillas, revisando un tesoro escondido que se apuraba a guardar tan pronto escuchaba que alguien venía.
La vida en nuestra casa no era muy distinta todos los sábados. Durante el día mi madre y mi tía se dedicaban a limpiar la casa y a cocinar para la concurrencia que siempre nos acompañaba el sábado por la noche. Alrededor de las seis empezaban a llegar los refugiados culturales del Ecuador, Nicaragua, México o la misma Costa Rica. Estas gentes bebían, comían, bailaban y cantaban con nosotros los sones y las melodías de sus tierras hasta bien avanzada la noche cuando, más tranquilos o cansados por la velada, se sentaban a contar historias o a cantar boleros de nostalgia y amor.
Y el domingo, todos a la playa o a los parques públicos de la gran ciudad. El pic-nic con huevo duro y hot dog ya eran de rigor. Y de nuevo la música: guaraches, boleros, sones, merengues, lo que fuera para espantar la soledad.
Así pasaban los días y los años, hasta que una tarde de lunes, cuando yo no iba al colegio porque me preparaban para irme a Costa Rica, decidí por fin descubrir el secreto de mi madre. Me hinqué junto a su cama provisto de escoba y de linterna y a los pocos segundos pude sacar parte de su tesoro. Eran discos. Discos de pasta muy vieja y muy dura con títulos ilegibles, en lenguas extrañas e impronunciables que, sin embargo, estaban grabadas en color oro con caligrafías de la más extraordinaria belleza. Discos extraños y pesados aquellos que parecían venir de otra dimensión. Cogí, entonces, varios de ellos y los llevé a la consola de la sala. Puse el primero que tomé y me senté a escuchar.
Aún hoy me es muy difícil decir en palabras lo que sentí al escuchar aquello. Era tan dulce… tan triste… tan lleno de hermosura que me quedé temblando en medio de la sala. No tenía aún los quince años, pero mi madre ya me había hablado de esto en otros momentos, especialmente cuando íbamos de compras. Yo le preguntaba por la extraña música que sonaba en los parlantes del PETER PAN, nuestro supermercado de barrio. “Es música clásica”, decía ella poniendo unas lechugas en el carrito. Luego se detenía y me dirigía una mirada amable, casi de misterio… “Este es un vals; se llama Sangre vienesa”. Con ese extraño nombre de “sangre vienesa” yo salía a la calle empujando el carrito, mientras el vals en la mente me iba empujando a mí.
Con el tiempo supe que mi madre escondía su pequeña afición por miedo a ser ridiculizada. Mi tía y sus amistades iban por otro lado y no te aceptaban nada más “clásico” que un pasodoble. Así pues, Chaicovski, Strauss o Chopin eran tema estrictamente tabú. Y mi pobre madre, dos veces más sola que ellos por sus pequeñas pasiones, escondía a los maestros debajo de su cama.
Ahora quiero contarles qué fue lo que escuché esa tarde bella y extraña. Se trata de una aria de la ópera Sadko de Rimski-Korsakov. Casi nadie la conoce de nombre pero muchos la recuerdan tan pronto oyen sus primeras notas. Corresponde a la época orientalista de la música rusa, algo que en algún momento ha parecido una moda pero no es así. El exotismo oriental en el arte ruso es tan natural como el vodka.
La pieza se llama “Canción de la India” y es aquí interpretada por uno de los grandes tenores no comerciales del S. XX, Jussi Björling, muerto en 1960. (Lamentablemente, por alguna razón, no podemos subir el video directamente a esta página). La dirección es esta:
http://www.youtube.com/watch?v=-1S1iHcnYFY
Y para aquellos de ustedes alérgicos a la ópera, he aquí una versión más ligera con acompañamiento visual:
http://www.youtube.com/watch?v=SKlj5RHm07k
No les puedo pedir el mismo asombro que tuvo un niño al escuchar esto por primera vez, pero sí les digo que no dejo de sentir nostalgia y tristeza cuando la escucho. Y ésta, amigos, es la razón por la que no fui músico: la naturaleza de este arte me resulta en extremo sagrada.
La vida en nuestra casa no era muy distinta todos los sábados. Durante el día mi madre y mi tía se dedicaban a limpiar la casa y a cocinar para la concurrencia que siempre nos acompañaba el sábado por la noche. Alrededor de las seis empezaban a llegar los refugiados culturales del Ecuador, Nicaragua, México o la misma Costa Rica. Estas gentes bebían, comían, bailaban y cantaban con nosotros los sones y las melodías de sus tierras hasta bien avanzada la noche cuando, más tranquilos o cansados por la velada, se sentaban a contar historias o a cantar boleros de nostalgia y amor.
Y el domingo, todos a la playa o a los parques públicos de la gran ciudad. El pic-nic con huevo duro y hot dog ya eran de rigor. Y de nuevo la música: guaraches, boleros, sones, merengues, lo que fuera para espantar la soledad.
Así pasaban los días y los años, hasta que una tarde de lunes, cuando yo no iba al colegio porque me preparaban para irme a Costa Rica, decidí por fin descubrir el secreto de mi madre. Me hinqué junto a su cama provisto de escoba y de linterna y a los pocos segundos pude sacar parte de su tesoro. Eran discos. Discos de pasta muy vieja y muy dura con títulos ilegibles, en lenguas extrañas e impronunciables que, sin embargo, estaban grabadas en color oro con caligrafías de la más extraordinaria belleza. Discos extraños y pesados aquellos que parecían venir de otra dimensión. Cogí, entonces, varios de ellos y los llevé a la consola de la sala. Puse el primero que tomé y me senté a escuchar.
Aún hoy me es muy difícil decir en palabras lo que sentí al escuchar aquello. Era tan dulce… tan triste… tan lleno de hermosura que me quedé temblando en medio de la sala. No tenía aún los quince años, pero mi madre ya me había hablado de esto en otros momentos, especialmente cuando íbamos de compras. Yo le preguntaba por la extraña música que sonaba en los parlantes del PETER PAN, nuestro supermercado de barrio. “Es música clásica”, decía ella poniendo unas lechugas en el carrito. Luego se detenía y me dirigía una mirada amable, casi de misterio… “Este es un vals; se llama Sangre vienesa”. Con ese extraño nombre de “sangre vienesa” yo salía a la calle empujando el carrito, mientras el vals en la mente me iba empujando a mí.
Con el tiempo supe que mi madre escondía su pequeña afición por miedo a ser ridiculizada. Mi tía y sus amistades iban por otro lado y no te aceptaban nada más “clásico” que un pasodoble. Así pues, Chaicovski, Strauss o Chopin eran tema estrictamente tabú. Y mi pobre madre, dos veces más sola que ellos por sus pequeñas pasiones, escondía a los maestros debajo de su cama.
Ahora quiero contarles qué fue lo que escuché esa tarde bella y extraña. Se trata de una aria de la ópera Sadko de Rimski-Korsakov. Casi nadie la conoce de nombre pero muchos la recuerdan tan pronto oyen sus primeras notas. Corresponde a la época orientalista de la música rusa, algo que en algún momento ha parecido una moda pero no es así. El exotismo oriental en el arte ruso es tan natural como el vodka.
La pieza se llama “Canción de la India” y es aquí interpretada por uno de los grandes tenores no comerciales del S. XX, Jussi Björling, muerto en 1960. (Lamentablemente, por alguna razón, no podemos subir el video directamente a esta página). La dirección es esta:
http://www.youtube.com/watch?v=-1S1iHcnYFY
Y para aquellos de ustedes alérgicos a la ópera, he aquí una versión más ligera con acompañamiento visual:
http://www.youtube.com/watch?v=SKlj5RHm07k
No les puedo pedir el mismo asombro que tuvo un niño al escuchar esto por primera vez, pero sí les digo que no dejo de sentir nostalgia y tristeza cuando la escucho. Y ésta, amigos, es la razón por la que no fui músico: la naturaleza de este arte me resulta en extremo sagrada.
6 comentarios:
Creo que has expuesto el mejor método pedagógico: no decir nada a los hijos sobre ciertos secretos, que luego ellos llegarán por sí mismos.
Para mí ha sido siempre problemático (como imagino lo es para la mayoría de personas) imaginar cómo educar a un niño, pero luego pienso que aparte de hacerle la vida cotidiana lo más llevadera posible, no debo importunarlo para que escuche tal música o lea tales libros o vea tales películas, pues eso simplemente lo alejará de lo que más amo, igual que el papá que obliga a su hijo a jugar futbol.
Mi experiencia con los libros fue similar, aunque estos no estaban bajo la cama. La biblioteca familiar estaba a vista y paciencia de todo mundo, y nunca me llevaron a ella o me obligaron a leer. Hoy, parte de esa biblioteca es la mitad de la mía... a la espera de que llegue un niño a descubrirla.
Muy bella la pieza, pero lo que es claro es que la carga emocional que tiene para vos no esta en las notas, en la melodía, sino en los recuerdos que evocan. Los marcadores de la infancia son los que más nos mueven porque son los estandartes de un reino del cual hemos sido expulsados y al que no podremos regresar. Un lugar donde fuimos mejores versiones de lo que somos ahora y estuvimos con personas que quizá ya no están con nosotros.
Para mayor prueba de que no es la pieza la que produce la nostalgia me pongo de ejemplo. A mi me pasa exactamente igual con el Ave María de Schubert que gracias a Radio Reloj llegó a representar la mañana temprana de mi infancia y que cuando la oigo, literamente me saca las lágrimas (de nostalgia, no de éxtasis religioso, por supuesto). Sobra decir que por ahí andan muchos a los que les pasa lo mismo con ciertos jingles de comercial de televisión de su infancia o las canciones de cuna de su madre.
http://www.youtube.com/watch?v=2bosouX_d8Y
yo me uno a eso último que dices; recuerdo también a Wilde quien decía que la música es el arte más cercano de las lágrimas y el recuredo. Creo que tiene razón y esta publicación así lo demuestra. De hecho mis recuerdos vienen siempre con música, de todos los tipos y latitudes.
También descubrí que no soy tan alérgico a la ópera.
saludos
Tenías 14 para esa fecha?
dejame adivinar fuiste a ver a NIN
otra mas me encantaria tener videitos asi metidos en mi blog como se hace
ahhhhhhhhh
Hola Leonor:
Incluir videos en tu blog es muy sencillo, de hecho hay varias maneras. Una es ir a Youtube, copiar el URL del video que has escogido y luego pegarlo en tu post, tal como yo hice en este caso. Otra opción es copiar no el URL sino la información que aparece en la casilla insert/insertar. Luego lo pegas en tu blog y el resultado sería como el que tengo de Purcell y Kubrick. Una tercera manera es abrir un post nuevo y marcar el icono de video. La computadora entonces te dará la opción de subir un video de tus archivos o uno de la red si le das la dirección correspondiente.
Espero haber sido de ayuda. Saludos.
Ahhh, y por cierto, no sabía nada de NIN. ¿Anduvieron por estas tierras?
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