CANCIONES A LA MUERTE DE LOS NIÑOS
(Novela de Alexánder Obando, Editorial Costa Rica, 2008)
Adriano Corrales Arias*
El jurado de una de las últimas ediciones del certamen de novela de la Editorial Costa Rica le negó el premio a Canciones a la muerte de los niños alegando que no poseía argumento. Sus miembros no entendieron, o no quisieron entender, que el argumento de la novela de Alexander Obando no era un argumento tradicional. Porque una novela no es solamente una historia, un argumento; es un sinfín de entrecruzamientos y eventualidades como las infinitas posibilidades de la vida misma. En el caso que nos ocupa el argumento, o la historia, son el simulacro, la intertextualidad, el caos, el dialogo, el rito, el vaciamiento posmoderno, el humor negro, el vampirismo intelectual y literario.
Definitivamente estamos ante una de las ficciones de ruptura y de transición entre siglos, o de lo que los críticos y/o académicos, aunque no terminan de ponerse de acuerdo, denominan posmodernidad. Y una propuesta de ruptura entraña un gran riesgo, como el de no ser comprendido por un jurado, o por lectores poco avisados. Y ese riesgo lo asume el autor expresándose a través del montaje casi cinematográfico (aunque debo reconocer que gusta más del lenguaje audiovisual del vídeo o la televisión), casi como un inmenso videoclip, como un amplio collage, o como una instalación tardomoderna. Tal vez la única novela costarricense que alcance ese pathos posmoderno sea precisamente su antecesora, El más violento paraíso, ópera prima del mismo autor.
Son numerosas las virtudes del maremágnum lingüístico e ideológico que presupone la propuesta de Obando. Mejor dicho, son variadas las aristas y los enfoques de la apoteosis dionisiaca novelada desde el margen y la precariedad, desde la heterodoxia literaria costarricense, o, como el mismo autor nos advierte, desde la tradición procedente de la novela bizantina, del Renacimiento y del temprano Barroco, con la exacerbación de lo denso y retorcido, de lo violento e hiperbólico. Algo cercano a la mezcla de un Rabelais con el sinuoso Marqués de Sade, pasando por Apollinaire.
Margen, precariedad y heterodoxia aluden al hecho de frecuentar temáticas fuera del canon narrativo costarricense: la homosexualidad, la orgía, el vampirismo, la atmósfera dionisiaca, el humor negro, la interpolación de planos histórico-geográficos, el pastiche y, por supuesto, la acidez contestataria contra un sistema decadente expresado en su carcomido y estulto régimen educativo, pasando por la violencia institucionalizada de sus aparatos represivos y de sus medios de comunicación masiva. Todo con una copulación de géneros y discursos propios de la estética posmodernista.
La narración se sustenta en sus principales personajes quienes conforman una trilogía: Lucía, Cachi y Sergio comparten su cuerpo y sus pasiones existenciales, no sin las necesarias contradicciones y resquemores propios del menage a trois, el cual no se expresa solamente en el plano sexual, sino también en un plano ideológico que reúne a tres tipos socioculturales del entorno costarricense en una tríada sociohistórica como una suerte de inversión de espejos donde el mito se confunde con la realidad. Dicho en otras palabras, se trata de una contraposición de planos narrativos, espacios y tiempos, en lo que bien podría denominarse cronotopo del laberinto dionisiaco, el cual busca trascender la dualidad occidental de cuerpo y espíritu, de materialismo e idealismo, en esa triada donde ya no hay síntesis, porque el pasado se confunde con un futuro que es un eterno presente.
Por eso no es extraño que el Minotauro y el Vampiro Vársel compartan su destino con los personajes principales, pero además con Rimbaud, Constantino Kavafis y Gustav Mahler (a quien se debe el título de la novela), o con las sinfonías de Tchaikovsky y Shostakovich, o la poesía del mismo Obando en contrapunto con su heterónimo, o con Eunice Odio y Mauricio Molina; para citar los más conspicuos personajes históricos y a dos de los múltiples poetas costarricenses presentes en el texto.
Como afirmé, son variadas las virtudes literarias y epistemológicas de la construcción narrativa en su carácter de ruptura literaria. Ruptura que alude también a la destrucción de un mundo que no termina de morir, ni de nacer. La descomposición es total y hasta el cambio climático nos enfrenta a la destrucción planetaria por un sistema donde el hombre, ciertamente, es el lobo del hombre (o la caperucita feroz del lobo).
La decadencia de ese mundo real y mítico que habitan los personajes principales, se derrumba en la putrefacción de la casa (el “minichante”, microcosmos de la novela desde donde se avizora el resto de la geografía y de la cultura planetarias y el cosmos), y de los personajes acompañantes o secundarios, a partir del espeso ritual donde asistimos a la “desvampirización” de Cachi. Cae nieve sobre San José y el mundo literalmente se congela. Se enfría. Entramos a una nueva y extraordinaria edad del hielo. Ingresamos a un nuevo laberinto donde el mito se torna histórico y donde la historia desaparece bajo la fuerza, la erudición y la lucidez de la literatura. Es decir, de la poiesis.
Para decirlo en lenguaje sinfónico, tan caro al autor y al mismo texto pletórico de enseñanzas musicológicas y análisis intensos de sus compositores preferidos, la narración nos acerca, en un movimiento largo y con un diminuendo que relaja un tanto la obra, casi a punto de disolverse en su propia putrefacción, al inicio, o al final, del laberinto. Es el último ritual. La última danza. El principio y el final del cosmos recomponiéndose infinitamente. La salida donde estaba la entrada: el naufragio del propio mundo narrado con sus personajes. El click que suspende abruptamente la imagen.
Hay algunas partes frágiles y folclorizantes (como el episodio del “Poetiman” o algunos guiños o apostillas personales del narrador, innecesarios a veces por su carácter local, propio del mundillo literario tico, o porque llueven sobre mojado). Pero pueden ser observaciones nimias, majaderías de quien escribe, ante el portento y el bagaje de la novela, así como ante la exacta utilización del lenguaje, producto del buen oficio narrativo del autor y de su profundidad poética.
Por eso no puedo más que agradecer a Alexánder Obando por este apetitoso manjar literario, intenso en sus diversas rutas, híbrido en sus múltiples entradas y salidas, y recomendarlo a sus futuros lectores, que, sospecho, y espero, serán demasiados.
*Escritor. (Este texto se utilizó en la presentación del libro el 18 de junio de 2008).
(Novela de Alexánder Obando, Editorial Costa Rica, 2008)
Adriano Corrales Arias*
El jurado de una de las últimas ediciones del certamen de novela de la Editorial Costa Rica le negó el premio a Canciones a la muerte de los niños alegando que no poseía argumento. Sus miembros no entendieron, o no quisieron entender, que el argumento de la novela de Alexander Obando no era un argumento tradicional. Porque una novela no es solamente una historia, un argumento; es un sinfín de entrecruzamientos y eventualidades como las infinitas posibilidades de la vida misma. En el caso que nos ocupa el argumento, o la historia, son el simulacro, la intertextualidad, el caos, el dialogo, el rito, el vaciamiento posmoderno, el humor negro, el vampirismo intelectual y literario.
Definitivamente estamos ante una de las ficciones de ruptura y de transición entre siglos, o de lo que los críticos y/o académicos, aunque no terminan de ponerse de acuerdo, denominan posmodernidad. Y una propuesta de ruptura entraña un gran riesgo, como el de no ser comprendido por un jurado, o por lectores poco avisados. Y ese riesgo lo asume el autor expresándose a través del montaje casi cinematográfico (aunque debo reconocer que gusta más del lenguaje audiovisual del vídeo o la televisión), casi como un inmenso videoclip, como un amplio collage, o como una instalación tardomoderna. Tal vez la única novela costarricense que alcance ese pathos posmoderno sea precisamente su antecesora, El más violento paraíso, ópera prima del mismo autor.
Son numerosas las virtudes del maremágnum lingüístico e ideológico que presupone la propuesta de Obando. Mejor dicho, son variadas las aristas y los enfoques de la apoteosis dionisiaca novelada desde el margen y la precariedad, desde la heterodoxia literaria costarricense, o, como el mismo autor nos advierte, desde la tradición procedente de la novela bizantina, del Renacimiento y del temprano Barroco, con la exacerbación de lo denso y retorcido, de lo violento e hiperbólico. Algo cercano a la mezcla de un Rabelais con el sinuoso Marqués de Sade, pasando por Apollinaire.
Margen, precariedad y heterodoxia aluden al hecho de frecuentar temáticas fuera del canon narrativo costarricense: la homosexualidad, la orgía, el vampirismo, la atmósfera dionisiaca, el humor negro, la interpolación de planos histórico-geográficos, el pastiche y, por supuesto, la acidez contestataria contra un sistema decadente expresado en su carcomido y estulto régimen educativo, pasando por la violencia institucionalizada de sus aparatos represivos y de sus medios de comunicación masiva. Todo con una copulación de géneros y discursos propios de la estética posmodernista.
La narración se sustenta en sus principales personajes quienes conforman una trilogía: Lucía, Cachi y Sergio comparten su cuerpo y sus pasiones existenciales, no sin las necesarias contradicciones y resquemores propios del menage a trois, el cual no se expresa solamente en el plano sexual, sino también en un plano ideológico que reúne a tres tipos socioculturales del entorno costarricense en una tríada sociohistórica como una suerte de inversión de espejos donde el mito se confunde con la realidad. Dicho en otras palabras, se trata de una contraposición de planos narrativos, espacios y tiempos, en lo que bien podría denominarse cronotopo del laberinto dionisiaco, el cual busca trascender la dualidad occidental de cuerpo y espíritu, de materialismo e idealismo, en esa triada donde ya no hay síntesis, porque el pasado se confunde con un futuro que es un eterno presente.
Por eso no es extraño que el Minotauro y el Vampiro Vársel compartan su destino con los personajes principales, pero además con Rimbaud, Constantino Kavafis y Gustav Mahler (a quien se debe el título de la novela), o con las sinfonías de Tchaikovsky y Shostakovich, o la poesía del mismo Obando en contrapunto con su heterónimo, o con Eunice Odio y Mauricio Molina; para citar los más conspicuos personajes históricos y a dos de los múltiples poetas costarricenses presentes en el texto.
Como afirmé, son variadas las virtudes literarias y epistemológicas de la construcción narrativa en su carácter de ruptura literaria. Ruptura que alude también a la destrucción de un mundo que no termina de morir, ni de nacer. La descomposición es total y hasta el cambio climático nos enfrenta a la destrucción planetaria por un sistema donde el hombre, ciertamente, es el lobo del hombre (o la caperucita feroz del lobo).
La decadencia de ese mundo real y mítico que habitan los personajes principales, se derrumba en la putrefacción de la casa (el “minichante”, microcosmos de la novela desde donde se avizora el resto de la geografía y de la cultura planetarias y el cosmos), y de los personajes acompañantes o secundarios, a partir del espeso ritual donde asistimos a la “desvampirización” de Cachi. Cae nieve sobre San José y el mundo literalmente se congela. Se enfría. Entramos a una nueva y extraordinaria edad del hielo. Ingresamos a un nuevo laberinto donde el mito se torna histórico y donde la historia desaparece bajo la fuerza, la erudición y la lucidez de la literatura. Es decir, de la poiesis.
Para decirlo en lenguaje sinfónico, tan caro al autor y al mismo texto pletórico de enseñanzas musicológicas y análisis intensos de sus compositores preferidos, la narración nos acerca, en un movimiento largo y con un diminuendo que relaja un tanto la obra, casi a punto de disolverse en su propia putrefacción, al inicio, o al final, del laberinto. Es el último ritual. La última danza. El principio y el final del cosmos recomponiéndose infinitamente. La salida donde estaba la entrada: el naufragio del propio mundo narrado con sus personajes. El click que suspende abruptamente la imagen.
Hay algunas partes frágiles y folclorizantes (como el episodio del “Poetiman” o algunos guiños o apostillas personales del narrador, innecesarios a veces por su carácter local, propio del mundillo literario tico, o porque llueven sobre mojado). Pero pueden ser observaciones nimias, majaderías de quien escribe, ante el portento y el bagaje de la novela, así como ante la exacta utilización del lenguaje, producto del buen oficio narrativo del autor y de su profundidad poética.
Por eso no puedo más que agradecer a Alexánder Obando por este apetitoso manjar literario, intenso en sus diversas rutas, híbrido en sus múltiples entradas y salidas, y recomendarlo a sus futuros lectores, que, sospecho, y espero, serán demasiados.
*Escritor. (Este texto se utilizó en la presentación del libro el 18 de junio de 2008).
1 comentario:
Muy atinada la reseña de Corrales Alex, habrá que leerse el libro.
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