Agalloch
El sueño en las nieves no es tan claro como se
piensa. Las partes del cuerpo que se van congelando no te avisan que ya no
están con vos. Y la textura del suelo es lo mismo una fría cama que un pozo
profundo o una alfombra mágica surcando el Himalaya. Tratás de hacer ángeles de
nieve pero sabés que ya no tendrán ni túnica ni alas y mucho menos un asomo de
halo sobre la cabeza. No sé por qué pienso en ángeles cuando debería estar
pensando en demonios, en pequeños duendes hechos de fuego y luz que danzan alegremente
por mi entorno. Me tienen en su fogata de ácido lisérgico porque los siento con
las puntas de los dedos que ya no siento... o sí siento y me queman ciertas
partes donde el frío invernal ya va tomando a mis carnes con suave y lento
ascenso desde los abismos.
¿Cuántas
horas tengo de estar aquí? ¿Cuántos días de auto enmorfinamiento psíquico que
me ha llevado a sentir esta acera como mi propia acera? La luz y el dintel de
mi casa todavía se ven desde este ángulo de frigorífica vigilia. Pasan algunos
rostros por encima, por debajo y por los lados, pero sigo sin reconocer a
alguno. Y es que también me hablan, me dicen cosas extrañas en lenguas
incomprensibles que no se escuchaban sobre la faz de la tierra desde hacía
miles de años. Pasan también las luces de sus delirios, los azules eléctricos
como serpentinas en el aire y los amarillos fueguinos como llamas y fantasmas
en rededor mío. Y por fin un cambio: veo que se aproxima una masa blanca. Una
caja de hielo que hace mucha bulla y los sistemas de inmediato desarrollan
tentáculos de sonidos, susurros, canciones y gritos de incontables bocas a la
vez, un insufrible galope sonoro de miles de almas tratando de explicarse todo
al mismo tiempo:
—No
sé... no lo conozco...
—...tiene
horas de estar ahí...
—¿...de
quién es hijo...?
—¿Dónde
vive...?
—¿Tiene
identificación...?
—Más
suero y otra manta...
—¡...más
campo, por favor!
Y
el gran mundo de preguntas, susurros y órdenes poco a poco deviene en una tenue
marea de voces sin discurso... algo como el sonido del mar en la madrugada... o
como los sueños de aquellos que ven multitudes brillar en sus párpados. No
logro entender qué dicen y mucho menos quiénes son. Solo se oye el lento
ronroneo de las voces, las luces que pasan como si bajáramos a una mina a
muchos kilómetros por debajo de la tierra; un lugar fétido que huele a alcohol,
excrementos y antiséptico de yodo. Siguen pasando las luces, los niveles, los pisos,
hasta que llegamos al sancta sanctorum
de la negritud y solo veo matices de verde, pequeños ojos parpadeantes de
diversos colores, luces semiestroboscópicas y psicodelias que me recorren y me
revisan todo el cuerpo. Creo que me han desnudado. Siento más frío que nunca y
no puedo aclarar la vista ni ningún otro sentido para saber mejor lo que me
pasa, o lo que les pasa a esta serie de tentáculos verdes y esponjosos que
levantan tijeras, espejillos, y termómetros por doquier. Siento un dolor
agudísimo en un brazo y empiezo a decirles de todo lo que se me pueda ocurrir
en cada lenguaje posible. No importa que solo sepa uno porque ahora soy
multilingüe; me elevo de la camilla hacia el cielo, los veo temerosos
esconderse unos detrás de otros, y ahí mismo los increpo, los maldigo y los condeno
por toda la eternidad. Luego, al fin, caigo pesadamente sobre la camilla, rumbo
no sé hacia dónde.
* * *
Tres semanas en el hospital. Eso es lo que me dicen.
Pero ya no quiero recordar lo que es una semana y casi tampoco puedo imaginarme
lo que es el mismo hospital. Vivo respirando tranquilo cuando hay luz diurna y
mejor aún cuando no la hay. Prefiero la oscuridad porque en medio de ella no me
hablan ni tampoco tratan de crear un puente de comunicación invasora hacia
partes de mí que no quieren saber nada de ellos. En cambio, en el día, sí lo
hacen con gran acecho. Hombres y mujeres entran y salen de donde estoy. Algunos
lloran sobre mi cuerpo y otros solo sonríen, me tocan un poco y de inmediato se
van. Pienso en Alex y en Ginebra, dos nombres que recuerdo entre prados, en las
montañas de mi país. Pienso en Alex y Ginebra y estoy casi seguro de conocer a alguien
con esos nombres y con ciertos rasgos que no puedo aun esbozar con las manos.
“Alex y Ginebra”, me digo, casi siempre tratando de recordar voces, rostros...
o algún gesto...
Dicen
que ya me alimento un poco mejor y que tal vez pronto me podría ir de aquí. Yo
les sigo la corriente para que no me importunen con preguntas que no sé
contestar y con insinuaciones que tampoco sé interpretar. A veces me como lo
que me traen y a veces no. Comer no es importante. Lo importante es recordar y
yo solo recuerdo la nieve, el frío entumecimiento y los miles y miles de
colores que se desataron alrededor mío. No recuerdo nada más, solo los colores
y el frío, como un ballet psicodélico en la nieve. Colores eléctricos como el
azul y el púrpura; renos, sí, tal vez renos bufando en la tundra, creando grandes
bocanadas de vapor al respirar en el frío. Renos que mean sobre la nieve y la
riegan hasta que toma un color menta iluminado. “Sorbetos del cielo”, creo que
les dicen algunos. Copos que hay que juntar y dejar derretir para poder
bebérselos. Yo creo que soy un hombre de las cavernas y veo cómo los renos
comen de aquel hongo de la locura que después los hará bufar, encabritarse y
orinar verde sobre la nieve; esperamos a que el reno se tranquilice un poco y
vamos con lo que se pueda a recoger el sorbeto. Se le pone miel, se bebe y
podés empezar a conversar con los caribúes. Conversar con los ancestros y con
los dioses, si hay un poco de suerte. En esas estaba yo, conversando con mi
dios tutelar, que también es un reno perdido en los bosques del norte, cuando
llegaron los rostros y las luces.
—Ya
vienen por vos, —me dice el reno junto al que estoy pastando. Le digo que ambos
nos quedemos todo lo quietitos que podamos para que no nos vean y para que
pasen de cerca y crean que no somos más que un par de montículos de heno, de
esos que se arrollan lentamente sobre las ramas bajas de los árboles.
—No
creo que parezcás una pila de heno —me dice el bicho—. Mucho menos yo, que
tengo cornamenta de macho en celo y además estoy completamente drogado.
Yo miro a mi alrededor y veo que dos
hombres de blanco vienen hacia nosotros. Uno de ellos atraviesa al reno como si
solo fuera una nube de humo con cuernos muy largos. El otro se acerca hasta
donde estoy yo y me toma de un brazo. El primero también me toma del otro brazo
y así me conducen a través de la llanura.
—Ya
es hora de tu medicina, muchacho. Vamos a la oficina porque esta mañana te
escurriste de la fila de los medicamentos. Pero esta vez yo mismo te los bajaré
por el gaznate aunque tenga que meter el brazo en tu garganta —me dice el más
grandote y feo de los dos, o el más grandote y atemorizador, porque el otro me
tiene fuertemente agarrado del brazo pero no me maltrata ni intenta intimidarme
como sí lo hace el grandote. Entramos entonces al hospital, me llevan al
dispensario y ahí, con la asistencia de una enfermera, me hacen tragar cuatro
asquerosas pastillas azules. Y ya estoy a punto de decirle al grandote lo gran
hijueputa que él me parece, cuando de repente caigo en los brazos del otro
enfermero. Estoy completamente débil... y a los pocos segundos, me quedo
dormido.
* * *
Otra vez vuelvo a conversar a la par del reno. Le
cuento lo que me hicieron en el hospital y el imbécil cuadrúpedo se empieza a
reír. Sí, a reírse de mí, de mis infortunios, y de repente, como si me
estuviera leyendo el pensamiento, me aclara:
—No
me estoy riendo de vos, sino de nosotros; ¿o de verdad creés que un reno puede hablar?
Buena
pregunta, que de momento no me siento muy inclinado a responder. Lo miro de
reojo y veo cómo se me queda viendo. Pareciera que el reno cree que soy
estúpido. Luego me vuelve a hablar:
—Sabés
que todo esto se tiene que terminar, ¿verdad? No es posible que vivás del
agente psicoactivo que creés encontrar en mi orina.
Trato
de interrumpirlo para aclararle que no hay ningún engaño. Ellos, los caribúes,
comen un tipo de baya que los humanos no podemos consumir... es venenosa...
pero los riñones del bicho parecen filtrar o neutralizar el veneno convirtiendo
al famoso reno o caribú en una verdadera farmacia psicodélica a cuatro patas.
Esto es lo que trato de aclararle, pero el gran animal no me deja hablar...
—Sabés
que somos los únicos mamíferos que podemos ver la luz infrarroja —me advierte—.
Y por eso te digo que las cosas van a cambiar pronto.
Y de repente se encabrita, pega unos extraños bufidos, se calma y luego vuelve a orinar. El pozo mentol eléctrico que se forma en el suelo es como un conglomerado de confites de menta salidos de la nada. Me abalanzo sobre el suelo y con la lengua empiezo a chupar el alucinógeno. Mucho de él todavía tibio y líquido, empieza a bajar por mi garganta como un delicioso consomé de la taiga.
Y de repente se encabrita, pega unos extraños bufidos, se calma y luego vuelve a orinar. El pozo mentol eléctrico que se forma en el suelo es como un conglomerado de confites de menta salidos de la nada. Me abalanzo sobre el suelo y con la lengua empiezo a chupar el alucinógeno. Mucho de él todavía tibio y líquido, empieza a bajar por mi garganta como un delicioso consomé de la taiga.
—No
tenés arreglo —me dice el caribú—, mientras se va camino al bosque a buscar más
bayas de las que lo hacen drogarse y orinar verde.
* * *
El hombre me mira con bondad paterna mientras se
limpia los anteojos con un papelito especial que ha extraído de un frasco. Echa
su silla un poco para atrás y mira los lentes. Confiado en que ya están limpios,
se los pone, echa el papelito a un basurero debajo de su escritorio y me dice:
—Ya
sabe usted por qué está aquí, ¿verdad? Un muchacho tan joven e inteligente no
puede pasarse la vida consumiendo ácido y agrediendo a la gente.
Como
respuesta solo pienso dos cosas: 1. el ácido no es adictivo ni daña el cerebro;
y 2. ellos se lo tenían merecido por escupirme como si fuera una basura. Pero
no abro la boca, me quedo tan callado como el reno cuando se aburre de mí.
—Ahora
—continúa el hombre—, ¿qué va a hacer usted con su vida? —A lo que sí le
respondo bien rápido:
—Con
mi vida ya hice lo que tenía que hacer. La pregunta es más bien, ¿qué va hacer usted con mi vida?
—El
hombre, loquero en jefe, de seguro, se me queda viendo con algo en el extremo
del rabillo del ojo parecido a la displicencia, y luego agrega:
—A
partir de hoy estará usted aquí por el lapso de seis meses, según órdenes de la
corte, para evaluación psiquiátrica y dictaminar, al término de dicho período,
si usted es capaz de vivir una vida independiente sin perjudicar a otros o a su
misma persona.
Con eso cierra el expediente y da por
terminada la entrevista.
* * *
Estoy haciendo fila en la ventanilla del
dispensario. Las paredes se ven lustrosas debido a la capa de hielo que se ha
ido formando sobre ellas. Igual las estalactitas que penden de la tubería y de
las jambas en el techo. Y ni qué hablar del piso lleno de nieve, frío y
peligrosamente resbaloso; pero nadie parece notar esto. Me abrigo con la suéter
reglamentaria, pero eso no parece detener el frío que me entra como un batallón
de agujas congeladas por todo el cuerpo. Me sobo las manos y vuelvo a ver para
atrás. Una fila de pobres diablos todos esperando lo mismo, tomarse el
amansalocos para que desaparezca el frío; aunque ellos, es cierto, no se cubren
con nada caliente en particular ni parecen ser sensibles a la baja temperatura
que nos asola. Un puñado de zombis es lo que son. Indiferentes al clima, a la
glaciación que poco a poco se ha ido apoderando de la tierra y que ya no deja que
nada brote ni crezca como alimento para los animales y los seres humanos. Si
este frío sigue así, nos vamos a morir todos muy pronto. Y a pesar de eso,
siempre tengo un recurso de consuelo: la orina de los renos, que calienta tanto
por dentro y hace desaparecer, sino el frío, al menos la incomodidad y el dolor
que el frío produce. Mi fila hacia la ventanilla sigue avanzando como un
ciempiés moribundo. Lento y carcomido por los elementos, como un viejo tronco
rodeado de serpientes adormecidas, como una montaña de momias bajo la lluvia
invernal. La mujer de la ventanilla recita mi nombre de manera automática y
eficiente. Revisa la etiqueta que tengo arrollada a la muñeca y me pasa un
vasito con cuatro de las azules. Me da otro vasito de agua y ahí mismo, frente
a ella, debo tomarme el medicamento. Lo hago y luego le abro la boca para que
me revise por dentro. Satisfecha, me da una boleta para el desayuno y llama al
siguiente en la fila.
Por
un momento pienso acercarme al televisor, pero no hay programas bonitos como
los de la National Geographic. Nada
sobre delfines o animales de la taiga. Solo las alertas sobre la nube que baja
desde el norte. Así que continúo hasta la zona del desayuno y trato de comer
algo. Pan y queso. Pan y huevo o pan y salchichón. ¡Vaya, qué menú! Y café para
todos. Escojo pan y huevo y una jarra de café medio agua chacha pero bien
caliente. ¡Otro día en el paraíso de los psicotrópicos legales!... ...¡Estúpido
reno; ya hasta estoy empezando a hablar como él!
* * *
De nuevo estoy haciendo ángeles de nieve en el suelo,
pero algo me interrumpe. ¡Viene un trineo! Me enderezo y me quedo mirándolo
como un alelado. Es muy hermoso, lleno de decoraciones laponas y cubierto de
pieles finas. Lo jalan dos renos de gran tamaño. Ninguno es mi amigo el orinón,
pero de todas maneras me alegro de ver más renos por aquí. Y adentro viene ni
más ni menos que el médico que me entrevistó el otro día. Un viejo con cara muy
agria y que porta una maletita de cuero fino. Se le nota a la distancia que es
un burgués, alguien que casi nunca siente frío. Pero también se bajan otros dos
tipos, médicos también, creo, pero sin el porte o la maletita del primero. Me
vuelven a ver con algo de indiferencia y luego continúan hacia el edificio.
Después
de que han entrado, yo me acerco a los renos. Los saludo de manera respetuosa,
como se debe dirigir uno a los machos alfa tan arriba en la escala; pero me
vuelven a ver con cierto desdén, no por mi condición de humano insignificante,
sino por la de ellos. Dos excepcionales y bellos ejemplares de su especie que,
sin embargo, están amarrados a un trineo obedeciendo las leyes de los hombres.
—¡Salud,
grandes hermanos!”...
Ni
siquiera vuelven a ver hacía mí.
—¿Habrán
podido comer bayas verdes hoy?
Y
por fin uno parece interesarse un poco.
—Nosotros
no comemos bayas —me dice—. No podemos deshacernos de estos arneses y rondar
libremente por el bosque.
Y
claro, comprendo de inmediato que hablo con dos prisioneros. Dos grandes
criaturas que a pesar de su tamaño y fuerza no conocen la libertad que por
derecho propio les corresponde. Me dan lástima y trato de actuar más
naturalmente, como si no viera el encierro físico y mental en que se
encuentran.
—Pero
si querés saber algo interesante —me dice de repente el otro—, sabete que
nosotros conocemos mucho de la vida de esos necios. Siempre hablan frente a
nosotros como si nadie los pudiera escuchar.
—Así
es —continúa el primero—, y si de verdad te importa saber algo, entonces
seguilos y escuchalos, porque tarde o temprano hablarán.
Yo
me siento indeciso y trato de cambiarles el tema, pero ambos renos, mitad
imponiendo su opinión con razones y mitad blandiendo elegantemente sus grandes
astas, terminan por convencerme de que espíe al jefe médico y sus dos colegas.
Según dicen los señores caribúes, algo bien importante se nos viene encima.
* * *
Tres días de juegos en la nieve y me vuelven a
arrestar. Al menos así le llamo yo al hecho de que me lleven para adentro a la
fuerza y me metan las famosas pastillitas azules por cada hueco que tengo en el
cuerpo. Planeo durante varias horas por el Cañón del Colorado (versión índigo y
púrpura violeta) mientras algunos amigos saludan desde abajo. Son los trips, o los drips... o los friks...
no sé. Su nombre siempre me ha resultado un problema. Recuerdo la vocal pero
nunca me acuerdo de las consonantes. Entonces los crigs me hacen señas para que baje hasta el valle y converse con
ellos. Mi aerodinamismo de flaco me permite planear y caer a pocos pies de
distancia con toda suavidad. Me sacudo un poco, como si fuera una gran ave de
rapiña, y saludo a los amigos.
—Nos
vamos definitivamente, —me dice un trip
amarillo y alto—. Ya se viene el fin y no podemos ayudarlos más.
—¿El
fin? —pregunto, medio tonto—; ¿cuál fin?
—El
fin de esta especie —me contesta otro drip—,
de ustedes los humanos —aclara mientras lleva un par de pesadas maletas a lo que
parece un platillo volador.
—Nos
vamos todos —termina de decirme echando las maletas en un cargador que de inmediato
las sube hasta perderse dentro del platillo.
—¿Pero
no era que ustedes estaban aquí en una misión secreta para ayudarle a los
humanos? —sigo preguntando, casi anonadado.
—Sip,
pero el acuerdo ya se acabó. Nuestro compromiso era estar aquí y meter el
hombro mientras hubiera condiciones de vida. Pero con el flujo piroclástico que
se viene, ya nada sobrevivirá...
Luego
me ve por unos momentos y agrega:
—Lo
siento mucho... No podemos hacer nada.
Decido
hacerme útil y ayudo a los frigs a
meter las maletas en sus naves. Algunas son tan pequeñas como un vocho, pero
otras son del tamaño de un zepelín, aunque, claro, con la forma de platillo que
es común a todas sus naves de vuelo interespacial. Muchos han sido amigos míos,
así que las despedidas son muy sentidas y llenas de mocos azules (en el caso de
ellos) y mocos transparentes (en el caso mío). Los chiquillos crigs son especialmente sensibles y
lloran a moco azul tendido. Los veo luego partir y noto como el viento que
produce el escape de cada una de sus naves me está secando su propia mucosidad
en todo el cuerpo. Extiendo bien los brazos y las piernas porque una vez que
esté seco seré un planeador perfecto, con la moqueada ya seca convirtiéndome en
un papalote azul. Después de que las naves friks
han partido, vuelo por el valle del Río Colorado como el más experto de los
grandes cóndores. Un placer que me dura varios días.
* * *
Una tarde llena de voces y gritos, pero nada que
venga de afuera. Es de adentro, del hospital. Salgo a los pasillos y los encuentro
vacíos. Nada de enfermeras, ni conserjes, ni doctores humillando a otros
conserjes; todo, todo vacío. Camino lentamente por el pasillo que lleva a la
sala de estar y no veo a nadie. La tele encendida es el único ruido que lo
domina todo. Gente corriendo con sus maletas, como los brigs, hacia sus autos o hacia las terminales de autobús. Gritos de
gente desesperada que se mezcla con el de las sirenas de las ambulancias y los
bomberos. Parece haber caos total en las vías públicas mientras reporteros aquí
y allá gesticulan y pasan tomas de tsunamis y explosiones volcánicas. Pero algo
pasa en la tele, o más bien, algo le pasa al sonido de la tele, porque el
volumen va bajando poquito a poco hasta que ya no se oye. Los gritos
articulados en el vacío como cuadros de Munch siguen por doquier, pero ya no se
escuchan. Solo el suave arrullo de algo como masticar y masticar, como un eco
articulado por todo el inmenso salón. Vuelvo a ver de medio lado y descubro a
mi reno en el centro de la sala. Todos los muebles han desaparecido. Solo el
reno en el centro y una maceta con las bayas alucinógenas de las que el bicho
sigue comiendo con toda tranquilidad. Pero al fin me vuelve a ver y levanta un
poco la cabeza.
—¿Te
diste cuenta? —me interroga con los ojos.
Yo
le devuelvo la mirada intensa tratando de igualar su nivel de telepatía.
—¿Darme
cuenta de qué? —le pregunto como si me hablara de una nadería. Luego miro hacia
los grandes ventanales del jardín y la zona de recreo, y me doy cuenta de que
todo el paisaje está cubierto por una gruesa capa de nieve. Ya no está nevando,
pero parece que hubo una o dos buenas tormentas durante los días en que estuve
durmiendo.
—Son
dos volcanes, o más bien, súper volcanes —me aclara el reno, volviendo a atraer
mi atención—. Uno en Indonesia y el otro en las Filipinas. Entre los dos ya han
lanzado millones de toneladas de polvo y ceniza a la atmósfera.
Escucho
lo que me dice y vuelvo a ver hacia la verga del reno mientras le pregunto:
—¿Vas
a orinar un poco?
La
bestia se me queda viendo con algo de desconsuelo y me dice:
—Sí,
ya casi.
—¡Esperate!
—me apresuro a decirle—. Voy por un vaso.
Rápidamente
salgo de la sala hacia la cocina. El lugar está repleto de comida que pronto se
empezará a descomponer. Encuentro un vaso de plástico verde perico y vuelvo
donde el reno apenas a tiempo para que eche la orina en el recipiente. Lo que
se acumula es un jugo verde eléctrico con algo de espuma encima. Sin pensarlo
mucho me llevo el vaso a los labios y empiezo a beber lo que parece realmente
un consomé de cebollines o algo así. Está tibio y el sabor es entre dulce y
picante. Hacía días que no veía al caribú y por fin siento esto de nuevo como
un regalo de los dioses... o de los volcanes... o de quienes sean los que ahora
gobiernan el destino de los hombres. Cuando termino de beber me percato de que
el reno ya no está en la sala. Ha salido al jardín y parece dirigirse hacia
otra parte. Salgo detrás de él y al poco rato lo alcanzo. Él va caminando muy
despacio por el camino que sale del hospital hacia el bosque.
—Jamás
imaginé que sería así —comenta.
—¿Así
cómo?
Se
detiene y me vuelve a mirar, ya no con angustia o desprecio, sino con algo más
parecido a la lástima y el cariño. Bufa levemente y me dice:
—Poné
el vaso.
Dichosamente
lo he traído conmigo y lo pongo para que lo vuelva a llenar de néctar verde
eléctrico. Orina calmadamente y agrega:
—Lo
que se viene es algo como un invierno nuclear... primero se mueren las
plantas... luego nosotros... y finalmente ustedes, los humanos.
Terminó
de orinar y yo retiré el vaso. Le hice un gesto de salud y me lo bebí corcor.
Ya me empezaba a ser difícil controlar lo feliz y cálido que me sentía. A pesar
de que iba caminando descalzo y semidesnudo por la nieve, no sentía la más
mínima incomodidad. Ni frío, ni hambre... ni siquiera desorientación. El reno
volvió al camino con su manera lenta pero determinada.
—¿A
dónde vamos —le pregunto.
—A
encontrarnos con aquello.
Movió
el hocico hacia el cielo y vi por primera vez una gigantesca nube de color rojo
parduzco que cubría todo el horizonte y parecía moverse hacia nosotros.
—¿Qué
es? —vuelvo a inquirir, como quien no sabe y realmente le importa poco. Pero la
verdad es que sí tenía curiosidad.
—Es
el fin del mundo —me dice parsimoniosamente, y luego sigue con su andar lento.
—Siempre
pensé que el fin del mundo sería un poco más emocionante —le digo con algo de
desaliento.
—Sí,
yo también —me confiesa—; pero la vida es eso.
—¿Eso?
—Sí,
eso —repite—; todo lo que pasa mientras esperamos el final.
Le
pongo una mano en el lomo a mi amigo el reno y nos vamos por el camino rumbo al
gigantesco cielo rojo que se aproxima a la distancia. La nieve blanca va
tomando un intenso y hermoso color rosado a medida que la nube se acerca.
Luego, poco a poco, empieza a llover ceniza y la tarde se va oscureciendo.
—¿Has
oído hablar de Alex o de Ginebra? —le pregunto como por decir algo más.
—No
—me responde—, ¿quiénes son?
—No
lo sé —confieso.
Y
ambos, el reno y yo, seguimos caminando mientras tratamos de imaginar qué
significarán esos dos nombres.
La Mirada, 9 de febrero de 2012.